Contacto en Lausanna
El acuerdo entre Estados Unidos e Irán promete cambiar la dinámica política en todo Medio Oriente. También avisa que, para países como la Argentina, lo mejor es tener un criterio propio, antes que hacer seguidismo ciego en un mundo que está en plena mutación.
13/04/2015 OPINIÓN
¿Cuándo comenzó a volverse posible que Irán y Estados Unidos lleguen a un acuerdo sobre desarrollo nuclear, después de 30 años de no tener relaciones diplomáticas? La respuesta no está en algún cambio interno en el régimen iraní ni un brusco giro diplomático de Washington, aunque ambas cosas hayan ocurrido.
En septiembre de 2013 el gobierno norteamericano había amenazado con bombardear Damasco, capital de Siria, bajo la misma excusa que años antes había usado George Bush para invadir Irak: destruir armas de destrucción masivas, en este caso químicas. A diferencia de 2003, cuando el mundo todavía estaba bajo el mando unilateral de Estados Unidos, existían ahora otros actores de peso, como China y Rusia. Sorpresivamente, Obama declaró que le daba una chance al plan ruso para que el gobierno de Siria muestre su predisposición a deshacerse de las armas químicas.
El plan funcionó. Estados Unidos no atacó a Siria. Poco tiempo después, el avance del Estado Islámico sobre las ruinas de Irak y la propia Siria volvió todavía más delirante la idea de Washington de atacar Damasco, lo que sólo podía tener como resultado un aumento del caos en la región.
En ese contexto, la quimera de lograr un acuerdo nuclear con Irán se volvió un horizonte posible. No por algún súbito arranque pacifista de Estados Unidos, sino, en todo caso, porque el gobierno de Obama advirtió, a partir de la experiencia de la crisis Siria donde se vio obligado a volver sobre sus pasos, que el mundo ya era un espacio multilateral, donde resulta imposible desconocer la fuerza y gravitación de otros estados.
Las negociaciones fueron llevadas por los cinco países que tienen poder de veto en el Consejo de Seguridad de la ONU (Estados Unidos, Rusia, China, Francia e Inglaterra) más Alemania, quienes desde hace décadas se arrogan el derecho de decidir quiénes pueden y quiénes no pueden contar con armas nucleares. De hecho, es un secreto a voces que el propio Israel tiene armas atómicas, algo que el estado hebreo no afirma ni niega, aunque siempre se rehusó a firmar el Tratado de No Proliferación de Armas Nucleares.
Ahora bien, con el telón de fondo un tanto catastrofista de discutir sobre arsenales nucleares, enriquecimiento de uranio y plutonio y requisas internacionales a las plantas nucleares iraníes, el acuerdo alcanzado en Lausana discute, en verdad, una nueva arquitectura geopolítica de Medio Oriente.
Hasta el acuerdo con Irán, Estados Unidos había apostado a un equilibrio en esa zona del mundo bien básico: una alianza a prueba de balas con Israel y un pacto apenas más pragmático con la monarquía absolutista de Arabia Saudita. El resto, sea Irán, Siria, los palestinos o los gobiernos títeres de Irak, eran enemigos declarados o peones sin mayor importancia.
Este esquema, que era una herencia de los tiempos de la Guerra Fría, se revalidó con las guerras del Golfo y los años del “eje del mal” de Bush. Sin embargo, eso no redundó en una mayor estabilidad y poder de control para Estados Unidos. Más bien todo lo contrario. El síntoma más claro fue el avance inédito del Estado Islámico (EI), que a fuerza de decapitaciones y un Corán decimonónico barrió con las fronteras de Irak y Siria y se constituyó como un poder territorial con aspiraciones a convertirse en un estado-califato.
Lo que mostró el avance del EI es la consecuencia barbárica de la política occidental de barrer con los estados nacionales de la región (Irak, Libia, Siria). El gran aliado israelí tampoco fue de ayuda: el año pasado realizó la enésima incursión en Gaza, con un saldo trágico en vidas, y también trágico en términos políticos, al reforzar la influencia de los sectores fundamentalistas, en detrimento del sector palestino laico y negociador.
El otro gran aliado de Estados Unidos en la región, Arabia Saudita, tampoco le trajo buenos resultados: como anota el periodista inglés Patrick Cockburn en su recomendable “ISIS: el retorno de la yihad”, la monarquía saudí es la usina ideológica de wahabismo, la línea religiosa fundamentalista en la que se inspira el islam más retrógrado, del cual se nutre el Estado Islámico.
En definitiva, lo que Obama parece haber aprendido es, al menos, que los aliados históricos de EEUU en Medio Oriente en vez de garantizarle gobernabilidad y paz terminaron por entregarle un presente griego, que lo obligó a ensayar una nueva estrategia.
Pero claro, los cambios incomodan: tal vez como nunca antes el frente interno norteamericano cruje. De una forma casi caricaturesca, el Partido Republicano y el lobby israelí intentan las mil piruetas para que esa nueva política fracase y sus negocios no se alteren.
Dentro de ese mapa complejo -pero entendible, si se buscan las lógicas que mueven a los actores- las recientes turbulencias argentinas vinculadas al caso Nisman adquieren una comprensión más cabal. Dentro de las tantas formas de entender el lugar de nuestro país en el mundo, una posible es la de un territorio históricamente dependiente, siempre bajo la tensión y la incomodidad de tener que absorber las dinámicas externas, que no controla.
Esa absorción puede ser practicada de dos maneras muy distintas por un gobierno argentino: como algo inerte que sólo puede traducir lo que cree que son las líneas maestras que rigen el mundo, o como un actor relativamente pequeño pero con criterio propio. Como demuestra el reciente acuerdo de Estados Unidos con Irán, donde los eternos enemigos se estrechan las manos y donde lo que parecía una política de estado inamovible se convirtió en una verdadera «grieta» entre demócratas y republicanos, tener criterio propio es la mejor receta para entender -y no sólo padecer- un mundo que siempre está cambiando.