Cómo es vivir a metros del basural más grande de Mendoza y qué cambió en dos décadas

Graciela Paredes vive cerca del vertedero ubicado en El Borbollón desde hace 20 años. Asegura que si bien el entorno mejoró hace 8 años, aún es necesario cerrar puertas y ventanas para evitar que la contaminación proveniente de las quemas ingrese a su casa.

Graciela Paredes vive cerca del vertedero ubicado en El Borbollón desde hace 20 años. Asegura que si bien el entorno mejoró hace 8 años, aún es necesario cerrar puertas y ventanas para evitar que la contaminación proveniente de las quemas ingrese a su casa. Un recorrido por su chacarita.

Corría el 2002. Justo un año después de que el estallido social y económico del país llegara a su punto más álgido, Graciela Paredes junto a su familia tuvo que empezar de cero, con los recursos que tuviera a mano. El objetivo, al igual que esos tantos millones de argentinos, fue subsistir. Hace exactamente 20 años, el dueño de la librería donde trabajaba su esposo le ofreció animarse a comprar un terreno. Con el dinero que tenían y muchas necesidades por las cuales velar, la mujer, su esposo, su cuñado y los primeros hijos de los seis que tuvo en total, se alojaron en un descampado al que comenzaron a limpiar con sus propias manos.

Hoy, a sus 52 años, Graciela recuerda patente el día en el cual allí, a tan solo metros de lo que era el basural a cielo abierto más grande de Mendoza, trasladaron y unieron uno a uno los ladrillos para construir su casa. Nada fue sencillo: «Ahora mis hijos son todos grandes, cada uno ha hecho su vida, ha buscado un porvenir. Siempre nos esforzamos para que fueran a la escuela, para que nada les falte». Lanza la frase mientras sonríe al hablar con orgullo de su nieto, que es futbolista.

Al avanzar sobre la ruta Nacional N°40, en el corazón del distrito de Las Heras a donde van a parar los desechos que se generan en todos los hogares del Gran Mendoza, el día a día sigue siendo, cuando menos, complejo. Graciela cuenta que desde hace más de ocho años, el entorno comenzó a cambiar. La ruta fue mejorada, llegaron a la zona servicios básicos, como la luz y el agua. Los descampados donde la basura se desperdigaba con el viento fueron despejados y el basural a cielo abierto empezó a tomar la forma de «vertedero controlado», es decir, un sitio en el cual los residuos son tapizados y ubicados en celdas.

Sin embargo, las columnas de humo y los gases malolientes que son arrastradas por el  viento siguen siendo el motivo por el cual, al llegar el anochecer, es preciso cerrar puertas y ventanas. «Las columnas de humo y el olor todavía están, ya hace muchos años que convivimos con eso. Nada acá es fácil, pero poco a poco hemos podido lograr cosas», reflexiona Graciela ya cuando llega el momento de la despedida.

El eslabón intermedio en la cadena
El adiós tan solo llegó después de conocer ese espacio amplio en el que Graciela y su familia no escatimaron esfuerzos para sobrevivir a la marginalidad, la exclusión y la falta de oportunidades. «A mí nadie me ha regalado nada nunca. Todo lo que tenemos ha sido en base a mucho esfuerzo y sacrificio», dice. Relata Graciela que desde el principio, la principal actividad a la que se dedicó junto a su familia fue la de acopiar y vender materiales provenientes de los desechos para poder venderlos a las fábricas que se dedican al reciclaje. Su actividad ocupa un eslabón intermedio en la cadena que comienza en la separación manual de los desechos. Es decir, ella es una de las que compra los materiales a las familias que hacen la selección previa de la basura y luego, cuando los volúmenes son los aptos para la venta, la comercializa a dos firmas de la zona.

El terreno donde está ubicada la chacarita de Graciela es amplio y de hecho, con el tiempo logró sumar diferentes actividades que fueron surgiendo casi al mismo ritmo de las necesidades y las posibilidades. Lo primero que muestra al abrir las puertas del lugar, es una amplia pileta de cemento que hace poco construyó su esposo. Es el sitio donde hierven las botellas de salsa de tomate. Cuenta Graciela que fue en los peores momentos del confinamiento obligado por la pandemia de covid, cuando comenzó a aprovechar las botellas vacías y con muchos cajones de tomate, inició su emprendimiento. «Vengan por acá, les vamos a mostrar todo lo que hacemos», invita a adentrarse a su mundo. A un costado, las plantas de ajo ya crecidas lucen en hileras sus primeros tallos. Son la prueba de que con el debido tratamiento, la tierra seca allí puede albergar más que desechos.

«Una vez que empezamos a hacer la salsa pensamos, ¿y por qué no agregar el mismo ajo que plantamos?. Entonces dimos vuelta la tierra y probamos. El resultado ha sido bueno, porque parece que es un sector en el que se puede plantar», comenta Graciela mientras continúa el recorrido por el terreno por el cual desea tener una escritura. Hacia el fondo, su casa -esa que construyó con sus propias manos- está separada de la chacarita pero en el mismo terreno.

De cerdos y perros
En el camino, yendo hacia el fondo del lote, es posible encontrar toda clase de materiales: desde un auto viejo y una antigua camioneta en desuso, hasta tarros de gran tamaño. Plástico, cartón, hierros retorcidos, cubiertas, rollos de alambre, motores viejos, latas y un «cerro» de flejes de color celeste forman parte del entorno, mientras varios perros se pelean y luego se amigan entre sí. Corretean de a grupos, como custodiando cada rincón del lugar en el que Graciela les ha dado cobijo. Al acercarse al fondo, unos ladridos se confunden con otros sonidos de animales. Son los cerdos que a esta altura ya piden por más comida. Graciela les da algunas verduras. «Tenemos este criadero y los alimentamos con verduras; tenemos otros cerditos más pequeños», cuenta.

Como buena anfitriona, Graciela acompaña a la salida. «Lo que me gustaría que se sepa es que aunque acá la vida es muy dura, con esfuerzo las cosas se van logrando. Hemos podido construir una familia y que nada les falte. Nosotros a las seis de la mañana nos levantamos a trabajar todos los días; no tenemos fines de semana, ni feriados, ni vacaciones. Nadie nunca nos ha regalado nada», expresa mientras en el suelo unos pollitos picotean el suelo.

El aire frío de la mañana se hace sentir con crudeza. Pero no es algo que a Graciela le impida seguir con sus labores. Junta sus manos para darse algo de calor. «Vamos a seguir con el trabajo, que hay mucho para hacer», se despide. Sobre la ruta 40, a pocos metros de la calle que separa su lote del de otros vecinos de la zona, los camiones de todos los departamentos del Área Metropolitana van llegando cargados de toneladas de basura. El silencio inunda el lugar. Del otro lado, en el interior de la planta de residuos, la vida parece ser bastante menos llevadera.

Fuente: MDZ Online