El día a día de las familias neuquinas en la toma Casimiro Gómez

Los ocupantes soportan el agobiante calor sin luz, gas ni agua. Un repaso por las dificultades que atraviesan en su pelea cotidiana por la vivienda digna.

Los ocupantes soportan el agobiante calor sin luz, gas ni agua. Un repaso por las dificultades que atraviesan en su pelea cotidiana por la vivienda digna.

En el sector más profundo de la toma de Casimiro Gómez, allá donde no se ve la ruta sino puro canto rodado y basural, unos palos raquíticos con alambres de púas delimitan los lotes improvisados. Dentro de sus fronteras puede erigirse una carpa solitaria en forma de iglú o una casilla precaria de madera, pero siempre hay un cartel con el apellido de la familia que se adueñó de ese pedazo de meseta.

«Familia Muñoz», «Familia Barrera», bautizan cada terreno para decir que no son el frío número de 2050 familias sino personas con nombre y apellido, que enfrentan verdaderas dificultades para permitirse soñar con una vivienda digna.

Flavia y Emanuel recorren los caminos internos de la toma con la mano lista para saludar a los vecinos que se cruzan. El sol del mediodía se ensaña con la tierra seca de la meseta en la zona norte de Neuquén, y el canto rodado ahoga a cualquier planta que se anime a crecer en el inhóspito pedregal. Mientras caminan, muestran el resultado del esfuerzo de sus vecinos, que se desgastaron la piel de las manos a fuerza de pico y pala para levantar los montículos de basura e instalar allí sus ranchos.

«Cuando esta toma empezó, éramos 45 familias. Por una semana no hubo intervención y fue entonces cuando la Justicia no dejó ingresar más materiales», relata Emanuel. La semana de gracia alcanzó para elevar el número a mil y para que las carpas tipo iglú, con su forma que desentona con el aire ardiente del verano, se convirtieran en casillas de madera, nylon y chapa. Ahora, aun con un estricto control policial, los vecinos encuentran huecos para pasar pallets de madera que se transforman en preciados materiales para la construcción.

Emanuel busca desprenderse del mote de delincuentes. Dice que son vecinos, trabajadores, familias. Personas cansadas de pagar por 10 años un plan de viviendas que nunca se hace realidad, vecinos hartos de vivir de prestado, de ocupar el patio de los suegros, de dejar el sueldo entero en un alquiler. Y, aunque ocupan tierras que no les pertenecen, aclara que también enfrentan el duro sacrificio de vivir como usurpadores.

En la toma de Casimiro Gómez no hay luz, ni gas, ni agua. Entre los vecinos juntaron mil pesos para comprar caños y extender la toma de agua de un terreno lindante para hacer una canilla comunitaria. Desde allí, los hombres se cargaban los bidones al hombro para distribuirlos hacia el basural, o para bajar por el pedregullo hasta el cañadón.

«En una toma, tener agua potable es un privilegio», dice Emanuel, y denuncia que la alegría les duró poco porque, a los pocos días, la Policía rompió el caño principal y se quedaron otra vez sin el recurso.

Los vecinos se nutren de la solidaridad de los que les acercan bidones y hielo; de las despensas que les donan pan viejo y de la Iglesia, que les provee alimentos a través de Cáritas. Pero hoy, la comida no alcanzó. En el comedor Ruca Hueney, uno de los seis que hoy funcionan en la toma, un vecino saca tortas fritas de un disco renegrido y usa una bolsa de papel madera para quitarles la grasa. Emanuel pide que junten plata para comprar tomates. «No pueden comer tortas solas los pibes», reclama. El día anterior les dieron solamente pan con paté.

Del otro lado de la ruta, Malena aprieta su lápiz rojo contra el papel. En el mismo color pinta una olla para aprender la O y una abejita que le enseña a usar la A. Su mamá dice que tiene que estar lista para la escuela, que aún no comienza por el paro, y aclara que van a coordinar con los vecinos para llevar a los chicos a estudiar mientras ellos organizan los comedores y la lucha dentro de la toma.

Mientras habla, se ceba un mate amarillo, bien dulce para llenar más la panza. Ese será su almuerzo, que reforzó para la nena con unas galletitas en forma de animalitos. Malena las elige con cuidado, las ordena en fila y las engulle sin quitar la vista de su tarea. Cuando el calor la sofoque, pedirá un vaso del agua fresca que los adultos tratan de dosificar.

Hoy, el sol impiadoso les hace sangrar la nariz y les provoca vómitos a los más chicos. Otras veces, el viento se lleva pedazos de sus ranchos, que los lastiman como proyectiles. Y más tarde, cuando llegue el invierno, enfrentarán el frío y la lluvia con sus refugios de nylon y las frazadas que nunca alcanzan.

Fuente: La Mañana Neuquén