En busca de Biden: una clave
En este momento crítico en que el mundo se pregunta si Joe Biden, ya inaugurado, podrá enfrentar exitosamente los arduos desafíos que asedian a su presidencia, quiero aportar, por medio de un encuentro que tuve con él, una posible clave.
22/01/2021 OPINIÓNEn este momento crítico en que el mundo se pregunta si Joe Biden, ya inaugurado, podrá enfrentar exitosamente los arduos desafíos que asedian a su presidencia, quiero aportar, por medio de un encuentro que tuve con él, una posible clave.
Aunque el modo en que se resuelvan las múltiples crisis de los Estados Unidos –una pandemia desatada, una economía en ruinas, una emergencia climática, una situación internacional inestable y peligrosa y, sobre todo, un país dividido por la violencia y el odio racial y antinmigrante– depende de muchas fuerzas sociales y políticas que están fuera del control del nuevo presidente, la historia enseña que la personalidad del individuo que enfrenta un trance histórico de tal envergadura suele también ser un factor decisivo.
Es ese ser humano y la forma en que se plantea ante los conflictos con sus adversarios que pude sondear el día en que conocí a Joe Biden.
Fue a principios de marzo del 2003 y George W. Bush estaba a punto de invadir Iraq, bajo la falsa pretensión de que Saddam Hussein poseía armas de destrucción masiva. Yo había escrito un comentario en The Washington Post (que también publiqué en Página/12), en que rechazaba vigorosamente esa aventura insensata, dirigiéndome a tantos iraquíes que exigían esa invasión como el medio más apropiado para liberarse de la dictadura que padecían. Como alguien que había sido activo en la lucha contra Augusto Pinochet en Chile, entendía yo esa urgencia, pero argumentaba que era mejor que los ciudadanos de Iraq terminaran con los estragos de Saddam por sus propios medios –tal como lo habíamos hecho los chilenos– y no a raíz de una intervención extranjera que arrojaría a la humanidad a una vorágine de caos.
Debido a ese artículo de opinión, la cadena NBC me llevó a Nueva York para que participara en un panel en el “Today Show” –el programa matutino de mayor sintonía en los Estados Unidos– sobre la guerra que se avecinaba. A favor de la invasión estaban un par de exiliados iraquíes y el entonces senador Joe Biden, que había votado, en octubre del 2002, para autorizar amplios poderes de guerra a Bush, aduciendo que era la única manera de salvar a la humanidad de un holocausto nuclear. Fue una discusión intensa con él y, especialmente, con los iraquíes que hablaban de las torturas y demencias de Saddam, de que era imperioso liquidarlo como fuera.
Después de que finalizó el debate, Biden se me acercó de inmediato. Me pidió que detallara las razones que motivaban mi desavenencia con los iraquíes presentes, cuya desazón le había tocado, dijo, profundamente. ¿Cómo era posible, preguntó, que alguien que se oponía a las dictaduras, podía negarles a otros la posibilidad de zafarse de su propio déspota? Se inclinó hacia mí como si estuviéramos no en una enorme sala de televisión, sino que en una iglesia, únicamente yo y él conversando en voz baja.
Los ayudantes del senador revoloteaban a su alrededor, murmurando que debía atender todo tipo de asuntos importantes –más importantes, implicaban, que este chileno díscolo que no beneficiaba para nada la carrera de su patrón–, pero él no les hizo caso y continuó hablando conmigo durante largos minutos. Quiso averiguar más sobre mi pasado, cómo había sobrevivido con mi familia al exilio, si alguna vez hubiera consentido a que USA, por ejemplo, invadiera Chile para ayudar a deponer al general Pinochet. Y dije “que Dios me ayude”, no habría aceptado un compromiso perverso que habría sometido a mi país a la tutela extranjera, incluso si eso significara salvar la vida de tantos de mis propios camaradas, de mi propia vida. Parecía Biden particularmente preocupado por esa angustia mía, llegó a tocarme el hombro con sincera simpatía –pensé que me iba a dar un abrazo. En ese momento no sabía yo de su historia de pérdidas personales, la mujer e hija que habían fallecido en un accidente de auto, los dos hijos varones que habían quedado malheridos, no tenía la menor idea de cómo esa tragedia había creado en él una necesidad incesante de consolar a los afligidos. Pero intuí que su interés por mí no surgía tan solo de sus afanes compasivos, sino que estaba genuinamente interesado en opiniones que contradecían sus propias creencias y prejuicios, que estaba listo para escuchar a alguien con quien podía tener serias divergencias intelectuales e ideológicas.
Todavía tengo, casi dieciocho años más tarde, discrepancias con quien es ahora el presidente de su país. Fui un partidario ferviente, si bien pragmático, de Bernie Sanders, y sigo creyendo que los Estados Unidos requieren reformas estructurales más drásticas que las que propone Biden, pero he apoyado con entusiasmo su candidatura y campaña, comprendiendo que era la mejor opción –¡alguien por fin decente!– para deshacernos de la malignidad de Trump. Y celebro que ha ido mostrando una tendencia cada vez más nítida a comprender que hay que encarar a fondo las inequidades que la patria de Lincoln viene acumulando desde los inicios de su historia, así como me anima que haya puesto en el centro de su política la decisión de contener las catástrofes ecológicas que amenazan a nuestro planeta.
Pero mi verdadera esperanza nace de esa conversación remota con Biden, el recuerdo amable de las dos cualidades que demostró mientras hablábamos: la empatía con el dolor ajeno y la disposición a aprender de aquellos cuyas opiniones no siempre coinciden con las suyas. Es cierto que estas mismas características pueden llevarlo a compromisos innecesarios con sus acérrimos contrincantes republicanos, a perderse en busca de la misma mítica unidad nacional que menoscabó la presidencia de Obama. Tengo, sin embargo, la cautelosa impresión de que va a prevalecer en él su compasión por los menos afortunados, las grandes mayorías de su país. Igualmente importante es que se abra cada día más a los sueños rebeldes de sus adherentes, aunque disientan de su propia visión moderada.
Espero, entonces, por el bien de todos los que ansiamos justicia e igualdad en estos tiempos de plagas y víctimas y expectativas frustradas, que aquello que vislumbré adentro de Biden una lejana mañana del 2003 siga siendo crucial en su existencia, que permanezca en él ese deseo de compartir la congoja de sus semejantes, y que sea, por lo tanto, capaz de aliviar el sufrimiento inmensode su país y, por qué no, del mundo más allá de sus fronteras.
Por Ariel Dorfman
* Ariel Dorfman es escritor. Sus últimos libros son el ensayo, “Chile: Juventud Rebelde”, y “Allegro”, una novela narrada por Mozart.