Neuquén: Aunque se quedó ciega, sacó su comedor a las calles para calmar el hambre de personas sin hogar
Doña Julia alimenta a 35 personas todos los días en Cuenca XV. Además, reparte viandas los fines de semana, desde el Oeste hasta el Parque Central. Conocé su historia.
14/06/2024 MUNICIPIOSDoña Julia alimenta a 35 personas todos los días en Cuenca XV. Además, reparte viandas los fines de semana, desde el Oeste hasta el Parque Central. Conocé su historia.
El amor de Doña Julia hace caso omiso a todos los obstáculos. Después de más de dos décadas de serpentear las dificultades para alimentar a todos los que llegan a su comedor de Cuenca XV, entendió que el hambre le pedía un esfuerzo más. Y ahora, ya ciega y con los recursos que cada vez alcanzan menos, ella se las ingenia para salir a repartir platos de comida caliente entre las personas que encuentra viviendo en la calle.
Al final del sector Nueva Jerusalén, ahí donde la traza del camino se diluye en la tierra seca de la meseta, una pequeña puerta blanca parece estar siempre abierta. Cada mediodía, y por el lapso de una hora, se abre como un vaivén para entregar viandas a más de 30 vecinos del barrio. Y el resto del tiempo, aún cuando parece cerrada, está dispuesta a abrirse para ayudar a otros, como si las recetas del comedor fueran sólo una excusa para transformar las vidas más allá del hambre.
Hace ya varios años que Doña Julia no ve. Un glaucoma le carcomió los nervios ópticos en plena pandemia de coronavirus, cuando el miedo a un contagio pudo más que las sombras que se apoderaban del paisaje. «Había que estar ahí afuera, a las 4 de la mañana, haciendo fila para el turno. Por eso no iba y, cuando fui, ya era demasiado tarde; me dijeron que iba camino a la ceguera», se lamentó.
Los médicos quisieron salvar lo poco que le quedaba de vista, pero unos cuantos minutos en la guardia le alcanzaron a Julia para decidirse a huir. Cuando estuvo ahí, en medio de un mar de personas con barbijo y con las camas atestadas de pacientes que no conseguían respirar, prefirió irse del hospital y sacrificar sus ojos para quedarse en este plano. Así, al menos, lo explicó ella. «Imaginate si me quedaba, ahora estaría en otro lugar», dijo como dando a entender que todavía tenía mucho para hacer en su casa.
Un comedor para las infancias
Y su casa es, también, su comedor. Es esa puertita blanca que conduce a una habitación alargada y pintada con colores desgastados. Ahí, unas manitos infantiles se plasman sobre un lienzo ya amarillento y el dibujo de un árbol se trepa por los muros con sus ramas imposibles. Al fondo, hay un horno pizzero y una cocina de gas despidiendo unos aromas que Doña Julia reconoce con facilidad.
«Hoy hay guiso de lentejas», dijo, mientras Érica, su hija, revolvía por última vez el guiso que borboteaba, agresivo, en una enorme olla de aluminio. «Mi hija tiene el secundario completo y se había anotado en un terciario de la Escuela de Música, pero dejó cuando yo me quedé ciega, porque no tenía quién me ayudara a cocinar», explicó.
¿Cómo eligen cada menú? El ingenio parece ser el ingrediente más importante para todos sus platos. «Hoy no teníamos ajo, ni caldo. También nos quedamos sin sal fina», explicó la mujer, que logró agudizar todos los sentidos ahora que su mundo se oscureció. Así, solo necesita el olfato para saber qué plato está cocinando su hija o cómo disimular un producto o un sabor que les falta.
También usa el oído para saber cuál de todos sus vecinos está tocando a la puerta con un tupper vacío. No necesita verlos para saludarlos por su nombre. Ni siquiera para saber cómo están. Con el tacto adivina el cabello largo de una de sus nietas, que también vino a buscar su vianda, o percibe la postura derrotada de Rodrigo, un niño que perdió la sonrisa porque así, con el estómago vacío, le tocó renunciar a la infancia para hacerse cargo de sus hermanos.
«Hoy no me diste un abrazo», le reclama. Y cuando el nene se va con su olla caliente, Doña Julia confiesa su estrategia. «Yo se lo pido y él me abraza porque piensa que lo necesito yo, pero en realidad es él el que lo necesita. Porque nunca lo abrazan en su casa», explicó la mujer, que encuentra en esas vivencias de los demás los recuerdos más dolorosos de su niñez.
Nacida en Cutral Co, la mamá de Julia la entregó a un camionero cuando ella tenía apenas tres años. Terminó en Alvear, en la provincia de Mendoza, con un papelito arrugado que era su partida de nacimiento y el único resabio de su identidad. «Recién a los ocho tuve una mamá que me llevó a la escuela. No me hicieron cosas feas, no sufrí ningún abuso, pero sí pasé mucha hambre y mucho frío», confesó.
A ella todavía le duele. Cuando recuerda esos momentos, las lágrimas inundan la pátina blanquecina de sus ojos ciegos. Pero también la llenan de fuerza. Y por eso sostiene un comedor hace veinte años, con o sin ayuda, y sale cada viernes a enfrentar el frío de Neuquén con las viandas repartidas en prolijas bandejitas con papel film que pagan con su jubilación mínima o con el sueldo que cobra su marido como empleado municipal.
Cada vez que Érica la lleva del brazo a caminar por el Parque Central, se los cruza con más frecuencia. Se encuentra un colchón en el piso o alguien ovillándose contra el frío dentro de un cajero automático. Y entonces entiende que el problema excede las fronteras de las calles de Cuenca XV para multiplicarse por una ciudad que parece estar llena de promesas. Pero que no siempre las cumple. «Hay gente que es buena y otros que no, pero lo que sí sé es que todos tienen el mismo hambre y el mismo frío», expresó.
Una ayuda que excede la comida
En ese sufrir encuentra rasgos de su propia historia. «Mientras yo tenga fuerzas y pueda ayudarlos en algo, lo voy a hacer», afirmó la mujer, que cocina todos los días a las 12 y también espera los viernes para repartir las viandas por las calles, desde el oeste más profundo, por Novella, hasta el Parque Central. En el medio, ella y su familia ayudan en todo lo que pueden: albergan a un recién llegado que se quedó sin rumbo, adoptan al perro que otra familia ya no puede mantener y hasta le arman un currículum a un hombre que se quedó sin hogar y sin trabajo.
Desde la nueva gestión del gobierno provincial los asisten con alimentos, pero los productos nunca alcanzan ante una demanda que se multiplica, incluso de familias que antes les hacían donaciones y hoy, sin trabajo, golpean la puerta blanca para pedirles una vianda. Érica estira como puede la única botella de aceite que les dan cada semana y busca donaciones para que le rindan los paquetes de fideos. En las épocas más difíciles, venden las cajas de pollos que les donan para comprar alimentos más económicos y así llenar más platos.
Aún cuando cada vez cuesta más llenarse la panza, Doña Julia planea un festejo con torta para el Día del Niño que llena sus oídos de música. «Me gusta sentirlos jugando», dice sobre una fiesta que ya no puede ver. «Es que en estos barrios conflictivos, los chicos son los primeros que tenemos que tratar de sacar porque la educación viene de la casa, si no vienen a estos espacios, se quedan a la deriva con sus padres», explicó.
Por eso, ella hace hincapié en la educación de sus hijos y nietos. Busca que la acompañen en el comedor para que comprendan que hay realidades más difíciles que esa que les toca atravesar. Y se mantiene estricta. «Si vienen después de la una, ya no les doy la vianda. Lo hago para que vengan directo desde la escuela, porque si no se juntan con otros grupitos y se ponen a fumar», advirtió.
Incluso en ese contexto, siempre busca un momento para jugar. «Cuando ya no nos queda mucho para cocinar, les decimos que vamos a comer polenta a la pizza, que es polenta dura con queso nada más. Pero nos dicen que es su plato favorito», relató entre risas. «Si hago postre, hago una especie de mazamorra con leche, harina y azúcar. Pero le inventé un nombre: les dije que era postre inglés. Y se lo comen contentos», añadió.
Así, construyen recuerdos y lazos de comunidad. Doña Julia ya alimenta a segundas generaciones en su comedor. «El otro día frenó un taxi y vi a un hombre gordito, nada que ver con el nene que venía a comer. Pero me dijo que se acordaba de mí y me dejó mercadería», relató orgullosa. «Algunos te dan mucha alegría pero hay otros que te duelen la situación en la que están», explicó.
Por eso, hay veces en que Doña Julia agradece haberse quedado ciega. Prefiere no ver los rostros cabizbajos ni las zapatillas rotas de los chicos que llegan con su tupper vacío. Se conforma con no saber cómo es la cara de Rodrigo ahora, que ya perdió la sonrisa. «Ahora que no los veo, ya no es tan duro», se consoló. Y aunque no le hace falta la vista para sentir lo que ocurre a su alrededor, prefiere calmar el hambre y el frío así: con pocas herramientas, pero con una entrega tan grande que se brinda sin mirar a quién.
Para colaborar con el Comedor Doña Julia podés comunicarte al teléfono: +54 9 2994 20-6498. Necesitan alimentos, como harina o pan, y envases descartables para seguir entregando viandas.