Rellenan con escombros para no inundarse y desnudan el contraste de Neuquén

Orillas del Limay, una ocupación histórica de terrenos, crece y pone en jaque el paisaje turístico que promocionan para el Paseo Limay.

Orillas del Limay, una ocupación histórica de terrenos, crece y pone en jaque el paisaje turístico que promocionan para el Paseo Limay.

Para los turistas, las crecidas del río que cubren las reposeras de hormigón y amenazan a las casillas de los guardavidas son un problema casi insólito que pone en riesgo sus vacaciones de verano en Neuquén. Para los vecinos de Orillas del Limay, el aumento del caudal se traduce en el peligro de que sus viviendas se inunden o que un nauseabundo lodazal los deje aislados del mundo y es por eso que se aferran a lo que consiguen para rellenar el suelo y hacer que la tierra se eleve. Evitan quedar bajo agua a fuerza de escombros y residuos voluminosos que prometen apisonar, pero que se convirtieron en una especie de basural a cielo abierto ubicado a pocos metros del Paseo Limay, la última joya que la ciudad le vende al turismo del país.

La vida dentro de Orillas del Limay resume los profundos contrastes de Neuquén. Un lavarropas oxidado se arrumba sobre una montaña de residuos indescifrables, entre la tierra mojada y troncos enormes de sauces llorones. Juan, que vive en la zona desde hace siete años, explica que antes conseguía materiales de la empresa en la que trabajaba para poder rellenar esa zona pantanosa y guarecerse de las crecidas del río. Ahora lleva un año desempleado, y aprovecha los residuos que consigue para elevar su tierra, que se extiende hasta la calle asfaltada del Paseo Limay.
Desde su casa de material con revoque de color gris, observa a los visitantes del Paseo. «Algunos vienen todos los días y ya los conozco, hay dos señoras que vienen en una RAM, hasta con frío y con viento, no faltan nunca, y se sientan a tomar mate», dice sobre su propio paisaje, que se transformó a partir de la inauguración del Paseo Limay, en plena pandemia. Antes sólo veía vegetación salvaje y las hojas de los sauces acariciando el agua azul; ahora, un coqueto sendero para los ciclistas, los runners y los que vienen a tomar sol.
Sin ingresos, aprovechó la cercanía del barrio para colocar carteles y vender agua y cerveza a los turistas. «Se llena de gente, que van al mirador de las hamacas y pasan antes a comprar», explica. Aunque no todos se desvían en el sendero para meterse en el barrio, los vecinos dicen que sus despensas han tenido clientes rosarinos, cordobeses y hasta de Brasil. «En el verano pasan los colectivos chiquitos de la Muni como 8 o 10 veces por día», relata Juan.

La ampliación del Paseo y el crecimiento de la actividad turística los pusieron en la vidriera. Pero incluso así, a la vista de todos, siguen siendo invisibles. «Nunca vino nadie a ayudarnos, lo que necesitamos son los servicios», dice Tamara que, al mediodía, regresa de buscar a su hijo por una escuela 103. En Orillas del Limay ya viven casi 200 familias, y aunque hay casas en construcción y hasta un cartel de bienvenida, una situación judicial complica la tenencia de las tierras y la provisión de servicios básicos, como electricidad.

Lo que sí se ve es a gran cantidad de residuos que usan para los rellenos, y que se traduce en quejas que llegan a las oficinas de la Municipalidad. «Ya no nos permiten entrar material, y la Muni pone multas por rellenar con escombros», aclara Juan. Sin embargo, dice que ésta es su única alternativa para elevar el suelo y hacerle barrera al río con su caudal. «Hace poco pasé la máquina, pero me cobraron 100 mil pesos y no pudieron terminar», se lamentó.

Tamara lo resume en una sola frase. «Nos dicen que somos sucios, pero es que rellenamos con lo que podemos», afirma. Ella se fue de su casa familiar, en Confluencia, a los 15 años, y ahora lleva 9 viviendo en Orillas del Limay. Trabaja en un almacén mientras se esfuerza por terminar el último año del secundario, que le quedó pendiente, pero se lamenta por la mirada juiciosa de los demás, que no los asisten con las necesidades más básicas.

Al lado de la casa de Juan, un pavo hunde el pico entre los residuos para buscar alguna semilla perdida que le sirva de alimento y, entre los alambrados, la ropa de los vecinos se seca a la sombre de los árboles frondosos. Los troncos anchísimos de los sauces llorones muestran una base más oscura: «Hasta ahí llegó el agua», dice él y afirma que hay otros habitantes del lugar que la tienen más complicada, porque viven en una zona baja que queda siempre entre el agua empantanada.

A orillas de un río caudaloso como el Limay, ellos no tienen agua potable. Algunos compran agua en bidones, pero no reciben visitas de los camiones cisterna del Estado. Tamara y Joan, su pareja, accedieron al Plan Mi Pieza de ANSES y compraron varios pallets de ladrillos huecos. A media mañana y con la cumbia vibrando en toda la cuadra, él construye una pieza arriba de su vivienda sin perder la buena energía. «La casa nos quedó chica», dice sobre la planta baja, que ahora convirtieron en un almacén bajo el comando de ella.

Como todos, Joan comparte los principales obstáculos del barrio. Señala una bomba que usa para traer agua desde el río y que le costó cara. El recurso les sirve para regar y para la cría de sus animales. «A este lugar le decían la chanchería, yo tengo una chancha que ya es casi como un perrito», dice y señala a sus mascotas: un caniche blanco que gruñe y enseña sus finísimos colmillos y un mestizo de color negro que se acuesta, imperturbable, sobre los restos del lodazal que dejó la última lluvia.

Shirley, que camina por las calles internas con Luca, su pareja, y su hijita de pocos años, dice que entre todos los vecinos se organizaron para tender una manguera y así traer agua. «El relleno también lo hicieron entre los vecinos, somos todos parientes, nos conocemos todos», dice y señala una casa cercana, donde vive su mamá. Para ellos, el espíritu de vecindad los ayuda a cubrir las necesidades básicas y a mantener un ambiente seguro.

Aunque Juan afirma que se puede dejar una bicicleta sin atar porque ellos se cuidan entre todos, e incluso cada día pasan motos de la Policía, lo cierto es que su ambiente seguro se corrompe por la cantidad de residuos repartidos entre las casillas y las casas de material. «Acá atrás hay una laguna, que la limpiaron el año pasado», dice Tamara. «Le tiraron un químico y salieron como mil carpas muertas, patos muertos, todo», agrega.

Para Tamara, las conexiones clandestinas al tendido eléctrico son el riesgo más urgente. «Ya se incendiaron algunas casillas, pero nos dicen que tenemos que tener la tenencia para que CALF ponga los cables», dice. Aunque ellos se pronuncian como dueños legítimos de las tierras, el hombre que les cedió el espacio falleció y el lugar se remató en 2015. Los vecinos aclaran que el sitio fue comprado por un particular, incluso cuando ya muchos estaban instalados en la zona, y que esa situación judicial les impide acceder a cualquier servicio.

Por ahora, se las ingenian con los bonos para conseguir garrafas, que duran quince días en verano y apenas dos noches en invierno, cuando el frío y la humedad del Limay parecen complotarse. La calefacción y la luz llega por conexiones caseras que hicieron ellos mismos, y el agua llega por bombas y una manguera de una pulgada, que no aguanta la demanda en los días de calor.

A veces, consiguen domar los vientos electorales a su favor. Cuando se construía el Paseo, bloquearon el trabajo de los obreros para pedir que los ayuden a rellenar el barrio con calcáreo y hace un mes, en plenas elecciones de comisiones vecinales, lograron que apisonen las calles de tierra que, después de las últimas lluvias, habían quedado convertidas en un profundo lodazal.

La historia de una isla olvidada de Neuquén
Esa historia de contrastes del barrio se resume también en la vida de Miguel, que llegó hace más de 40 años a vivir a Orillas del Limay. Con sus padres, habitaban casi en solitario esa isla pantanosa a la que apodaron La Chanchería y en la que llegaron a tener cientos de cerdos para vender. Ahora, vive sólo con su mujer, y crían apenas cinco lechones, que están engordando para las fiestas.

«Antes estábamos solos, yo me crie desde los 9 años acá con mis hermanos, que encontraron trabajo en el petróleo y se fueron a vivir al centro», relata. En sus inicios, soportaban las inundaciones caminando con el agua hasta la cintura, y algunos hasta usaban canoas para ir a la escuela. Ahora, en cambio, el barrio muestra otra cara, con más de 200 familias que lo habitan y un gran número de casas en construcción.

«Nos llevamos bien, nos conocemos todos», dice Miguel y aclara que le llegó una orden de desalojo a partir del avance del Paseo. «Pensaban que eran 12 familias, pero llegaron y vieron que éramos como 200 y no nos iban a poder sacar», agrega sobre ese rincón solitario del río que es, ahora, una gran comunidad en donde se multiplican los ladrillos, las risas infantiles y el canto de los gallos que andan sueltos en el barro.

A pesar del crecimiento acelerado que empezó a notarse en 2015, las privaciones parecen seguir tan estáticas como siempre, cuando todavía seguían ocultos en ese bajo de tierra verde y sauces de follaje exuberante. La creación de una Paseo cada vez más concurrido les permitió ganar en conectividad y hasta en oportunidades de ventas a los turistas, pero los puso en el mapa sólo por el exceso de residuos y escombros, sin fijarse nunca en su vulnerabilidad.

Fuente: La Mañana Neuquén