Masacre y visibilidad
05/08/2014 OPINIÓNEn julio de 1924 cientos de tobas y mocovíes fueron asesinados por policía y colonos en Chaco. La matanza no ocupó un lugar destacado en las narraciones de la historia nacional, pero eso empezó a cambiar al compás del rescate del peso de la conflictividad étnica.
El 19 de julio de 1924 fue uno de los días más sangrientos de la historia argentina moderna. En Napalpí, localidad chaqueña hoy llamada Colonia Aborigen, 130 policías y un grupo de civiles armados dispararon sus fusiles de repetición sobre la población indígena que estaba reunida. Luego se acercaron y remataron a muchos heridos, en varios casos a machetazos.Los cadáveres mutilados quedaron insepultos a merced de las aves carroñeras. Al menos 200 hombres, mujeres y niños fueron exterminadas en esa jornada, pero en los días siguientes continuaron las persecuciones y los asesinatos, razón por la cual se supone que las víctimas fueron muchas más, entre 400 y 700.
La matanza fue el corolario de una política de conquista: entre 1884 y 1911 el Estado argentino lanzó una serie de expediciones sobre la región chaqueña, que había resistido primero los embates de los españoles y luego de los criollos desde el siglo XVI. De este modo, en el cambio del siglo los wichis, vilelas, ava (chiriguanos) y grupos guaycurúes como los qom (tobas), abipones, mocovíes y pilagás perdieron su independencia y la vasta zona fue incorporada a las provincias de Jujuy, Salta, Santiago del Estero y Santa Fe, mientras que una gran porción quedó separada en dos nuevos “territorios nacionales”: Chaco y Formosa.
En simultáneo comenzó una política sistemática de parte de autoridades y nuevos propietarios para que los indígenas abandonaran su economía basada en el comercio, la caza, la pesca, la recolección y emplearse temporariamente en explotaciones de criollos, para obligarlos a trabajar como peones de los colonos “blancos” de la región. Intentaron que los indígenas no pudieran acceder a los cursos de agua ni al monte para que no tuvieran la alternativa de conseguir recursos, y les prohibieron moverse libremente, tal su costumbre, para emplearse donde ellos quisieran. Cuando se expandió el cultivo del algodón se los empezó a forzar a trabajar en esa producción. Uno de los centros de esa presión fue la “reducción” de Napalpí, donde vivían tobas y mocovíes.
La tensión fue en aumento y en mayo de 1924 los habitantes de Napalpí se reunieron en su pueblo con otros venidos de distintas localidades y se declararon en huelga. Hubo algunas peleas con colonos, pero el gobernador del Chaco Fernando Centenoaseguró que contemplaría las demandas que llevaron al conflicto. Sin embargo, las soluciones no llegaban y los indígenas volvieron a organizarse.
La matanza de Napalpí no fue perpetrada sólo por causas laborales sino también étnicas. Y en Argentina hay una conciencia mucho mayor acerca de la conflictividad social que de cualquier otra
Entre ellos se esparcieron convicciones de tipo milenarista. Corrió la voz de que los indígenas que habían muerto ante las ofensivas militares del Estado revivirían y estarían prontos para luchar contra los cristianos para recuperar sus tierras. El sufrimiento se acabaría, decían, y llegaría una era de bienestar.
Estos rumores acrecentaron el temor de los colonos y los gobernantes, ya furiosos por la cuestión laboral. En ese contexto, Centeno hizo rodear a los indígenas mientras estaban reunidos el 19 de julio y ordenó la ejecución masiva. Algunos periódicos la mencionaron y hubo una denuncia ante el Congreso de la Nación, pero no pasó nada. La cuestión fue silenciada y los responsables no recibieron castigo alguno. En la actualidad se están impulsando acciones judiciales por lo ocurrido entonces.
Cuando se produjo la masacre, la agitación de los trabajadores se había trasladado de las regiones más ricas del país, donde fue muy grande en las dos primeras décadas del siglo XX a las zonas más periféricas, donde también fue respondida con represión. Unos 1500 trabajadores fueron asesinados en Santa Cruz entre 1920 y 1921, y en el mismo momento las fuerzas estatales, junto con policías “privados” de la compañía La Forestal, lanzaban el terror sobre trabajadores de los quebrachales en el norte de Santa Fe, causando también cientos de muertos.
Gracias a autores como Osvaldo Bayer y a la contribución del cine en las películas La Patagonia Rebelde y Quebracho, estos últimos episodios son más conocidos que el de Napalpí. De hecho, no es raro que se diga que la primera presidencia de Hipólito Yrigoyen, que terminó en 1922, estuvo cargada de actos represivos del Estado, mientras que la de su sucesor Marcelo T. de Alvear se presenta como una etapa de paz, a pesar de que entonces se produjo la masacre chaqueña.
¿Por qué? Se pueden hacer conjeturas. La matanza de Napalpí no fue perpetrada sólo por causas laborales sino también étnicas. Y en Argentina hay una conciencia mucho mayor acerca de la conflictividad social que de cualquier otra, durante mucho tiempo solo ella pareció importar. Si bien lo social y lo racial o lo étnico están ligados, no son, obviamente, lo mismo. Y no es casual que el episodio tenga más resonancia hoy (al igual que otros posteriores como la matanza de pilagás en Rincón Bomba en 1947), cuando la presencia de población indígena en Argentina, y la persistencia de sus luchas y su resistencia contra las explotaciones privadas y los castigos estatales, son mucho más visibles. El pernicioso mito del país blanco se resquebraja cuando la masacre de Napalpí se incorpora a la larga saga de represiones sufridas por los trabajadores argentinos.