1983: primavera y otoño. Por Daniel Sazbón

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La mañana del sábado 10 de diciembre de 1983, cientos de miles de personas inundaron las calles de Buenos Aires; la temperatura primaveral acompañaba el clima de entusiasmo de la multitud. Hasta una figura tan alejada de las manifestaciones populares como Jorge Luis Borges había abandonado días atrás su escepticismo sobre la democracia, ese “abuso de la estadística”, para declararse esperanzado por el “renacimiento” del país, hasta el punto de gritar un espontáneo “¡Viva la Patria!”, en un encuentro de personalidades de la cultura con el nuevo presidente, Raúl Alfonsín.

Jubilosos manifestantes acompañaron al presidente electo hasta el Congreso de la Nación, donde prestó juramento ante la Asamblea Legislativa y presentó las líneas generales de su futuro gobierno. Desde allí se dirigió a la Casa Rosada para el traspaso de mando, para luego pronunciar un breve y vibrante discurso desde los balcones del Cabildo, ante una Plaza de Mayo en la que militantes radicales, ataviados con sus clásicas boinas blancas, se mezclaban con columnas de la Juventud Peronista, del Partido Intransigente y del Partido Obrero. También, por supuesto, las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, que dos días antes habían organizado la última y masiva manifestación contra la dictadura, enarbolando sus consignas de “juicio y castigo” para los culpables del terrorismo de estado. En la plaza se cantó “el pueblo, unido, jamás será vencido”, y Alfonsín recogió la consigna al vuelo.

En gran parte de la región seguían existiendo gobiernos militares, por lo que las expectativas que despertaba la naciente democracia traspasaban las fronteras del país, como lo evidenciaba la gran presencia de autoridades extranjeras para asistir a la asunción presidencial. Mientras el vicepresidente de EE.UU., George Bush era rigurosamente abucheado por los manifestantes, el líder de la revolución sandinista, Daniel Ortega, era paseado en andas, al grito de “¡Nicaragua vencerá!”.

Se estaba yendo la dictadura más salvaje que gobernara el país. Desde varios meses atrás su autoridad se descascaraba, erosionada por las protestas de movimientos de derechos humanos, sindicatos y partidos políticos, revitalizadas tras la catastrófica derrota de Malvinas. Luego del categórico triunfo de Alfonsín el 30 de octubre, con casi el 52% de los votos, se decidió adelantar la entrega del poder, originalmente prevista para el 30 de enero de 1984. El lunes 5 de diciembre se disolvió la Junta de Comandantes, autoconstituida como “órgano supremo de la nación” desde 1976. La dictadura había terminado. Luego de la entrega del bastón presidencial, Reynaldo Bignone, el último dictador, optó por salir por la parte trasera de la Casa Rosada, vestido de civil, para evitar incidentes con los manifestantes.

Su discurso en el Cabildo terminó, como ya era habitual, con la invocación del preámbulo de la Constitución Nacional: parecía que era suficiente con cumplir con la ley y lograr “un gobierno decente”; la democracia se encargaría de alimentar, educar y curar.

Esta precipitada salida recordaba la que había ocurrido diez años antes, en el otoño de 1973, cuando Alejando Lanusse debió abandonar la sede de gobierno en helicóptero, para evitar el contacto con una multitud que también gritaba, como la de 1983: “¡se van, se van, y nunca volverán!”. También entonces la presencia del chileno Salvador Allende y el cubano Osvaldo Dorticós había sido efusivamente saludada por las masas populares, que veían en ellos el símbolo de una lucha que excedía el ámbito nacional.

Sin embargo, el país era muy distinto al de 1973. La juventud militante y la dirigencia sindical más combativa habían sido diezmadas por la maquinaria terrorista implantada en el aparato estatal desde 1975. Las transformaciones estructurales de la sociedad argentina habían colocado a la clase obrera a la defensiva. En 1983 hubo cinco millones de nuevos votantes, que habían alcanzado su edad adulta durante la dictadura; para gran parte de ellos, así como para muchos otros sobrevivientes del Proceso, las antiguas consignas de “liberación o dependencia”, o la lucha por la “patria socialista”, que una década atrás habían interpelado a cientos de miles de jóvenes, habían dejado de ser movilizadoras. El Proceso se retiraba derrotado, pero también había vencido.

El triunfo de Alfonsín fue parte de este nuevo clima. Su discurso en el Cabildo terminó, como ya era habitual, con la invocación del preámbulo de la Constitución Nacional: parecía que era suficiente con cumplir con la ley y lograr “un gobierno decente”; la democracia se encargaría de alimentar, educar y curar. En el Congreso, lejos de considerar a la violencia como síntoma de una sociedad injusta, como hiciera Cámpora en 1973, rechazó tanto al “terrorismo subversivo” como a la “represión indiscriminada”. A esa ciudadanía ajena a las “élites de derecha o de izquierda”, a los “iluminados”, Alfonsín les venía a prometer la épica de la democracia, “un sistema previsible”. No parecía poco, en un contexto donde llevar a la Justicia a los responsables del terrorismo de Estado parecía una quimera.

Más tarde se mostrarían los límites que encerraban la epopeya civilista de Alfonsín. Más tarde vendrían otoños de renuncias y retrocesos, de obediencias debidas y descalabros económicos. Pero entonces era primavera, y el sol brillaba en la Plaza. Todo parecía posible.

Télam