Educación: ignorancia, ideología e intereses
El artero ataque del presidente Macri a los docentes a través de la difusión de una imagen de la Hiroshima bombardeada, y a la escuela pública con el lapsus “…una terrible inequidad de aquél que puede ir a la escuela privada versus aquél que tiene que caer en la escuela pública”
06/04/2017 OPINIÓNPor Mario de Casas
El artero ataque del presidente Macri a los docentes a través de la difusión de una imagen de la Hiroshima bombardeada, y a la escuela pública con el lapsus “…una terrible inequidad de aquél que puede ir a la escuela privada versus aquél que tiene que caer en la escuela pública” (sic); más los frecuentes pronunciamientos del ministro Bullrich y las decisiones de la gobernadora bonaerense, son reveladores de uno de los problemas importantes y complejos que debe afrontar la sociedad argentina si quiere retomar el camino de la emancipación: la relación entre el poder económico y la educación, considerando que el macrismo es la expresión política del gran capital aborigen.
Me refiero a la relación contradictoria entre un sector social que en nuestro país se puede identificar con nombres y apellidos, y el proceso –históricamente establecido– de producción y distribución de un determinado tipo de saberes: aquellos que conforman el conocimiento social “elaborado” y acumulado y que, entre otras cosas, deberían servir para una acción consciente en la lucha hegemónica por la emancipación y su correlato, la profundización de la democracia. Pero no la “profundización de la democracia” que propone el poder económico, cuando afirma que sólo existen sociedades plenamente democráticas si el Mercado encuentra en ellas las condiciones propicias para su expansión ilimitada, sino todo lo contrario: la que promueve la expansión y ejercicio efectivo de derechos.
La rica tradición y el prestigio social de la educación pública más la conciencia de clase de nuestros docentes –que tuvo una expresión clara en la multitudinaria marcha federal que culminó en la Plaza de Mayo el pasado 21 de marzo– hacen difícil el disciplinamiento del sistema educativo que, no obstante, no ha podido resistir algunas estrategias de penetración. Así, por ejemplo, durante el menemismo y ahora otra vez, uno de los caballitos de batalla de la embestida, el falaz argumento de que los docentes no quieren que se los evalúe porque “no saben nada”, ha servido para hacer de la capacitación un negocio redondo. Es necesario aclarar que lo que los docentes reclaman es que se mejoren sus condiciones de trabajo, entre otras razones, para que no se deteriore su capacitación; y señalar que una cosa es evaluar para superar deficiencias –que no son pocas– y otra muy distinta evaluar para justificar despidos: no olvidemos que los salarios docentes constituyen algo así como el 80% del presupuesto educativo y que, para la lógica del capital, “éste es un gasto que hay que reducir”, como ha recitado Macri siempre que ha tenido oportunidad.
De paso, va a ser difícil encontrar una muestra más elocuente del cinismo del Presidente y otros miembros del gobierno que, en base a un pretendido eficientismo, denuncian supuestos gastos superfluos en educación y otras áreas del mismo Estado al que han esquilmado y siguen esquilmando.
En este contexto, es necesario referirse a la herencia recibida del período 2003-2015, como los importantes avances y conquistas democráticas materializados en la expansión del sistema educativo, la universalización del acceso a la educación básica y la significativa ampliación de la enseñanza media y superior, sin dejar de considerar deudas pendientes. En particular, la universalización implicó garantizar el acceso a la educación pero también acciones concretas para avanzar hacia el objetivo de generar condiciones de igualdad para quienes acceden, y así disminuir la diferenciación y segmentación institucional que el macrismo no hace más que acentuar. El lapsus presidencial no sólo es un intento de legitimar un proceso de exclusión que avanza raudamente, sino que también implica el reconocimiento y la aceptación de que las condiciones de desigualdad –profundizadas por las políticas impulsadas por el gobierno y que constituyen las marcas de origen que pesan sobre buena parte de la población infantil (pobreza, falta de bienes básicos como servicios de salud, etc.)– determinan que la misma cantidad de años de escolaridad no supone la misma oportunidad educativa cuando se compara a dos niños de diferente situación social: hoy más que nunca, para dilucidar a qué oportunidades educativas reales tienen acceso los chicos, es indispensable saber en qué barrio viven, qué ocupación tienen los padres –si es que tienen alguna– y de qué ingresos disponen.
Otra maniobra ideológica, de fuerte efecto encubridor y gran poder de seducción, consiste en atribuirle a la crisis educativa todos los males que padece nuestra sociedad. En palabras de uno de sus propagandistas, el senador nacional por Mendoza J. Cobos –que padece de ignorancia incurable y gusta autopresentarse como “educador”: “Con educación combatimos todo, el desempleo, la inseguridad, y mejoramos la inclusión social y desarrollo para todos nuestros ciudadanos”. La traducción generalizada que se hace de esta falacia es que si todos tuvieran una educación “de calidad”, todos vivirían mejor, habría más empleo, menos consumo de drogas, menos corrupción, la “gente” elegiría siempre bien a sus gobernantes, habría menos muertes en accidentes de tránsito, las plazas estarían mejor cuidadas y las mascotas no cagarían en las puertas de casas ajenas. Es decir, éste dejaría de ser “un país de mierda”. Y entonces, en términos macristas, todos lograríamos la pura “alegría”.
Ahora bien, teniendo presente que cuestionar la importancia de la educación en nuestro país es lisa y llanamente una herejía, conviene que haga algunas aclaraciones. Considero –y he considerado siempre– que la educación constituye un bien fundamental para la construcción de una sociedad más justa, con todo lo que esto significa; pero estoy convencido de que, cualquiera sea el rol que se le quiera asignar, no es válida la suposición –en el mejor de los casos ingenua desde las perspectivas sociológica, política y económica– de que, si cumpliera tal rol, todos seríamos más felices por cuanto desaparecerían las inequidades y habría una distribución más justa de las riquezas acumuladas y de los bienes que mejoran las condiciones de vida del conjunto de la población. Razón por la cual es a mi juicio tan criticable el economicismo que cultivan los CEOs que gobiernan cuando reducen la educación a un mero valor de cambio, como esta pretensión ontológicamente idealista de atribuir a la educación una especie de virtualidad redentora; pues, por otro camino, termina por asignar toda la responsabilidad en la transformación social al papel que desempeñan las distintas instituciones educativas, cumplan o no el mandato liberador de producir conciencias críticas.
En esta línea, Pablo Freire reconocía en la educación un valor fundamentalmente político y cultural para una sociedad democrática: la acción educativa cambia a los seres humanos, y son ellos los que pueden cambiar el mundo. En otras palabras, el argumento de que la educación es fundamental para hacer de la nuestra una sociedad más equitativa y productiva, conduce al vano intento de explicar nuestro atraso y dependencia por la crisis educativa, y no al revés.
Sin embargo, los enunciados de Macri y sus aliados tienen potencia retórica. Y esto es así porque corresponden a un componente de la ideología dominante que, como enseñó Marx, es la ideología de la clase dominante –es decir, de la clase a la que pertenece Macri–; ideología que, justamente por ser dominante, ya está instalada en amplios sectores sociales y, por lo tanto, no necesita justificar sus asertos.
Pero Marx también enseñó que las ideologías tienen siempre una base material que en última instancia las determina; y que la comprensión de toda ideología supone dar cuenta de la estructura material a la que está vinculada: lo que una sociedad produce y las relaciones en base las cuales produce, acumula y distribuye los bienes que necesita para subsistir y reproducirse. En tal proceso, la educación juega un rol fundamental porque también es un bien que se produce, se acumula y se distribuye.
A este respecto, para cualquier observador atento no pasa desapercibido el interés económico de los sectores dominantes por la educación. Se entiende, por las razones que sean, la educación es un bien cada vez más preciado, por eso la obstinación por convertirla en una mercancía.
Es éste un fenómeno que trasciende largamente nuestras fronteras: está directamente relacionado con las necesidades de la acumulación capitalista en su fase actual. Sobran elementos de prueba; uno es la incursión de grandes corporaciones informáticas como Microsoft y bancarias como Goldman Sachs y J. P. Morgan en el gran negocio educativo
Así, no debería sorprender que cada vez que un representante de los empresarios y corporaciones habla de educación, detrás de conmovidas palabras se escondan variados intereses muy concretos. En momentos en que el Estado nacional es conducido directamente por los sectores dominantes, promotores y beneficiarios de los procesos de concentración económica y globalización neoliberal, se profundizan los fenómenos correlativos de monopolización de conocimientos, cuyas causas no se limitan a la exclusión de las instituciones educativas o su deterioro. Es una dinámica de vasto alcance que se traduce en la progresiva distribución, producción y reproducción de la ignorancia para las mayorías excluidas del poder.