Un revés histórico para la impunidad
Por cuatro votos contra uno la Corte Suprema de Justicia (CS) sentenció que la reducción de pena apodada “2x1” (ley 24.390) no es aplicable a los condenados por crímenes de lesa humanidad.
06/12/2018 OPINIÓNPor cuatro votos contra uno la Corte Suprema de Justicia (CS) sentenció que la reducción de pena apodada “2×1” (ley 24.390) no es aplicable a los condenados por crímenes de lesa humanidad. El represor Rufino Batalla requería esa protección en el juicio decidido ayer (ver asimismo notas aparte).
Los cortesanos reparan la injusticia de un fallo anterior en sentido opuesto que ordenó liberar a Luis Muiña arrojando una mayoría de tres a dos. Juan Carlos Maqueda y Ricardo Lorenzetti formaron minoría. La mayoría la integraron Carlos Rosenkrantz, Elena Highton de Nolasco y Horacio Rosatti.
Los dos últimos cambiaron ayer su postura. Entre una sentencia y otra pasaron más de un año y una reacción social formidable que empujó el dictado en tiempo record de la ley 27362 interpretativa de la 24.390. Establecía precisamente lo que ayer aceptó la CS.
Nunca se sabrá fehacientemente, como cualquier contrafactual, pero todo indica que sin esa digna, oceánica y ultra pacífica movilización popular otro (y peor) sería el escenario hoy.
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Lorenzetti y Maqueda “iban en tren bala” esta vez. Ya habían señalado que la exención del 2×1 no protegía a los represores. Firmaron su voto en conjunto, en buena medida remitiéndose al anterior.
Rosatti y Highton explicaron su viraje como consecuencia de una innovación: la ley interpretativa.
En el caso “Muiña” Rosatti había explicado que solo el legislador (el Congreso) tenía capacidad de excluir a los genocidas de la tutela del 2×1 precisando sus alcances. Ello ocurrido, divulgó que cambiaría de proceder, cuando se dictara otra sentencia. Tenía sus fundamentos redactados ya en el año pasado.
Lorenzetti, por entonces presidente del tribunal, quiso que la jurisprudencia correctiva se plasmara pronto. Los Supremos coincidieron adelantando sus criterios similares a los publicados ayer. Se agendó fecha para el “Acuerdo” respectivo (todavía corría el año 2017); la liturgia establece que los cinco se reúnen y se firma. A la hora señalada Highton de Nolasco pegó un faltazo, adujo estar enferma. Poco después, retiró su voto sin dar explicaciones a sus pares; lo mantuvo latente y en suspenso hasta ayer.
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Los debates jurídicos suelen hacerse incomprensibles para los profanos, en parte por falta de capacidad didáctica de los magistrados. En parte, a propósito. Las proporciones son fluctuantes, estimarlas queda a criterio de cada quién.
Como fuera, el resultado es un déficit democrático del Poder Judicial (PJ). Los jueces –reza un cuestionable proverbio– hablan por sus fallos. Cabe añadir que, a menudo, solo los entienden ellos mismos y un puñado de elegidos (por lo general abogados).
Los zigzags, luces y oscuridades de la historia argentina contribuyen a dificultar las explicaciones.
La enorme mayoría de los crímenes de lesa humanidad se cometieron bajo una dictadura.
En la recuperación democrática, el presidente Raúl Alfonsín ordenó su juzgamiento, un momento inaugural y luminoso. Las leyes de Punto Final y Obediencia Debida configuraron un tremendo retroceso agravado por los indultos concedidos por el ex presidente Carlos Menem.
Imperó –con ciertas excepciones y por un largo lapso– un contexto de impunidad. La violación originaria de derechos humanos resucitó, convalidada por gobernantes legitimados en las urnas.
El presidente Néstor Kirchner dispuso, otro rapto luminoso, reparar la injusticia. Con su iniciativa el Parlamento determinó que “las leyes de la impunidad” eran inconstitucionales. Los Tribunales reafirmaron la nulidad que se proyecta retroactivamente.
Se promovieron o reabrieron procesos que configuraron un trabajoso y aún inconcluso ejemplo en el mundo. Los tres poderes del Estado coincidieron como producto de la infatigable lucha de los organismos de derechos humanos desde 1976 hasta hoy mismo.
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El argumento que zafaba a los genocidas fue la vigencia (entre los años 1994 y 2001) de la ley penal más benigna: el 2×1. Reducía el cómputo de las penas corporales para personas que habían estado con prisión preventiva durante más de dos años y luego eran condenados. Por cada año de prisión preventiva se calculaban dos. Era, puesto en lengua vulgar, una compensación por la injusticia de haber estado largo tiempo apresado sin condena.
La construcción es forzada, falaz, para los juicios que analizamos por un motivo clavado que la parla forense niega. En ese lapso Muiña y Batalla (entre otros) no vivían entre rejas sino en libertad guarecidos bajo el paraguas protector de las leyes de la impunidad.
Ese es el punto que tozuda e ideológicamente niega Rosenkrantz aduciendo acatar “la letra de la ley”. Contra lo que podría suponer un no iniciado, un fallo no es la conclusión inevitable de un silogismo en el cual la premisa mayor es la ley y la menor los hechos. En tal caso, la labor del sentenciante resultaría puramente mecánica. En una de esas, podría hacerse cargo una computadora debidamente programada. Hipótesis tentadora que ahorraría unos pesos al erario público y, acaso, propiciaría trámites más veloces. No hay tal, empero.
Rosatti exhuma una certera (y simpática) frase de Montesquieu, precursor de la ciencia política, quien escribió hace siglos “un juez no es un ventrílocuo que recita la ley al aplicarla”. Resolver es un acto de voluntad, subrayamos. Parafraseemos al gran barón de Montesquieu: muy a menudo los jueces se asemejan a míster Chasman porque le hacen decir a Chirolita (la ley) lo que les viene en gana.
La voluntad de Rosenkrantz apunta a que quien nunca estuvo preso mientras valía el 2×1 reciba la “compensación” que esa norma estipuló. Batalla, por ejemplo, recién quedó encarcelado en 2010. De nuevo: la ley 24390 fue derogada en 2001.
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Rosatti y Highton arguyen que la ley interpretativa no modifica la 24390, simplemente la explica. No agrava la pena de los condenados, la ratifica.
Rosenkrantz porfía. La norma exigida por una mayoría abrumadora de la sociedad civil no perfora, a su ver, el blindaje de “la ley penal más benigna”: llega tarde. Si se extremara el modo de razonar de Rosenkrantz tal vez todos los represores deberían ser liberados o casi porque la Obediencia Debida, el Punto Final y los indultos tuvieron su intervalo de validez, antes de ser fulminados por el Congreso y el Poder Judicial.
Los móviles y modus operandi de Rosenkrantz en la primera sentencia que impulsó (y por algo escogió) fueron revelados por el colega Martín Granovsky en este diario, en su momento https://www.pagina12.com.ar/37690-los-cruzados-de-rosenkrantz. El designio de Su Señoría era propinarle un golpe letal a la lucha por Memoria, Verdad y Justicia.
Venció en ese momento mas convenciendo a pocos aún dentro de Tribunales. Numerosos jueces y fiscales se negaron a plegarse a la Cruzada del flamante cortesano macrista. En nuestro sistema legal, como regla, no existe el “precedente”: una sentencia cuya doctrina es obligatoria para otros pleitos. Casi siempre (hay contadas excepciones que ahorramos acá) un juez de cualquier instancia tiene facultades para hacer valer un criterio distinto. Claro que si hay una doctrina de Corte primaría si el juicio llega hasta ahí, tras recorrer un largo camino. Pero jueces y fiscales con apego a derecho y personalidad se rebelaron. Es lícito y, quién sabe, “garpa” tácticamente si andando el tiempo los tribunales superiores reconsideran su tesitura.
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El sistema funcionó, por una vez. La acción directa y la memoria histórica concientizaron (o acicatearon, tanto da) a los poderes públicos, sin la menor violencia. No se ve todos los días (menos con ese punch y celeridad) aunque no es exótico en un país en el que la participación en calles y plazas es parte del poder político, en proporciones poco habituales en la experiencia comparada.
Por ahí eso explica que que el presidente Mauricio Macri y su brazo derecho, la ministra de Seguridad Patricia Bullrich, quieran darle a la Policía Federal licencia para matar.
La resistencia social, política y jurídica ya arrancaron, esa es la buena noticia. La mala, atroz, es la continuidad agravada de la violencia institucional.
Por Mario Wainfeld