Algo huele mal en Bariloche

El Vertedero Municipal se expande con su derroche de impureza, sin parecer que existiera siquiera la idea de ponerle freno.

El Vertedero Municipal se expande con su derroche de impureza, sin parecer que existiera siquiera la idea de ponerle freno.

Es un monstruo hediondo y combustible, carente de límites precisos, que amenaza con extenderse hasta que alguien tome la decisión de ponerle fin a un problema de contaminación inaudito para una ciudad turística enmarcada en un Parque Nacional.

El viento lleva a diario la mugre a los barrios que se encuentran alrededor (depende de la fuerza del aliento de la corriente, incluso un poco más allá), pero quizá sea necesario que un día el soplido contaminante sea mucho más fuerte, para que la suciedad se derrame en masa en el Centro Cívico… Tal vez, ahí sí, se tome la determinación política de encontrar una salida purificadora.

Una visita al lugar representa no solo chocar con una llaga en la tierra, enorme y nauseabunda, sino con la realidad de una localidad que, más allá de la postal idílica hacia afuera, posee una deuda interna que, lejos de sanearse, se acrecienta a pasos agigantados.

Por estos días, el incremento de asentamientos en terrenos municipales y particulares puso de relieve el inconveniente habitacional que vive la ciudad, aunque, claro, nadie puede evadir el dato de que detrás pareciera existir cierto tramado político que, apoyado en la necesidad de la gente, pretende sacar réditos de la pobreza, algo que, por lo menos, debe calificarse como vil.

Pero, en el basural, el problema trasciende. No hablamos solo de personas con inconvenientes para encontrar un sitio donde dormir (lo que ya es gravísimo), sino, además, de seres que hurgan en la inmundicia para conseguir algo que comer. ¿El lector tiene idea del hambre que hay que tener para consumir lo que sea que salga de ese plato gigante de desechos que conforma el vertedero?

El basurero no tiene fronteras claras; ya nadie sabe cuáles son sus márgenes, porque se derrama sin cesar.

En la actualidad, no existen bloqueos.

El que lo desea accede sin dificultad.

Hay roedores, aves carroñeras, polvo, pestilencia… Y la gente que, ante la miseria a la que obliga un mundo que mira hacia otro lado, revuelve las entrañas del engendro constituido por desperdicios.

No todos bucean en la porquería para encontrar algo para comer.

Están quienes van en busca de elementos que puedan utilizar para hacer reparaciones.

Por ejemplo, el jueves por la tarde, un hombre removía entre la suciedad en pos de encontrar pedazos de lavarropas. Contó que, con lo que halla, monta lavadores emparchados. Y ya pensaba en explorar por fierros y pedazos de tela para construir reposeras, con la intención de tratar de venderlas en el verano.

Como él, en la inmensidad sedimentaria, humanos cual hormigas se esparcen para localizar lo que precisan para las invenciones precarias que luego probarán comercializar.

Están también aquellos que acceden en vehículo, ya que hay senderos para transitar.

La mayoría de esas personas motorizadas se mete en la boca apestosa para conseguir pedazos de automóviles para culminar sus transformers tercermundistas.

Y si los vecinos, en los alrededores, sufren la polución que expulsa el esperpento fétido, ¿qué decir de la gente que vive ahí?

Porque existen instalaciones modestas que quedaron rodeadas de basura.

Seres humanos que, lo primero que encuentran, al abrir sus puertas, es el summum de la suciedad.

El vertedero es una cuestión a resolver. Y no es un problema que llegó con la pandemia. Años de discusiones, proyectos que quedaron en la nada, y decisiones que derivaron en esa aberración, ubicada en plena área urbana. Acá no hay excusas. Se trata de tomar determinaciones coherentes, en vista al presente, pero, sobre todo, al futuro.

Fuente: El Cordillerano