Brasil: la ultraderecha escenifica el odio a la democracia 

En tiempos recientes, fue la toma del Capitolio del 6 de enero de 2021 el modelo que asumiría una derecha cada vez más disconforme y combativa contra los sectores tradicionales de la política y contra un sistema que, según ella, plantea su segregación y su sometimiento.

Desde la Marcha sobre Roma, el movimiento fundamental y fundacional del fascismo que, a fines de octubre de 2022 cumplió su centésimo aniversario, la extrema derecha comprendió que el cuestionamiento a la democracia debía ser público, a la vista de todos, directamente en las calles y en abierto desafío al Parlamento, como símbolo de todos los valores republicanos en un sistema democrático y representativo.

A partir de entonces, cualquier movimiento de extrema derecha asumió su identidad en la confrontación dura y directa contra la izquierda, pero también en su rechazo a la democracia liberal y a sus entidades más representativas.

En este sentido, el incendio del Reichstag, llevado a cabo en la noche del 27 de febrero de 1933, fue seguramente el momento en el que con mayor claridad se evidenció la lógica del ataque al Parlamento como una ofensiva contra un régimen corrompido, que debía renacer de sus cenizas para dar origen a algo novedoso. De hecho, fue el acontecimiento dio origen al Tercer Reich como un sistema totalitario en el que Adolf Hitler, llegado al gobierno apenas un mes antes, asumió la suma del poder público para convertirse en dictador.

Con el correr de los años, la impronta antiparlamentaria no desapareció e incluso, su ataque se convirtió en todo un ritual para la extrema derecha.

En tiempos recientes, fue la toma del Capitolio del 6 de enero de 2021 el modelo que asumiría una derecha cada vez más disconforme y combativa contra los sectores tradicionales de la política y contra un sistema que, según ella, plantea su segregación y su sometimiento.

En aquella oportunidad, un importante conjunto de activistas y seguidores de quien todavía era presidente, Donald Trump, se mostró públicamente violentando al Parlamento en la confianza de que tal “profanación” era un acto necesario para evidenciar la corrupción de un sistema que de ningún modo permitiría la reelección de su máximo líder.

Con clara exposición mediática, los activistas del asalto no dudaron en acosar, y en violentar oficinas y mobiliario de quienes consideraban sus principales enemigos, mayormente pertenecientes al Partido Demócrata. De igual modo, asumieron que la mejor forma de resquebrajar el orden público era ocupar los asientos y bancas de las “élites” y de todos aquellos que de ningún modo representaban sus intereses y que sólo buscaban doblegarlos.

Hoy el movimiento de los bolsonaristas pretendió recurrir a esa misma imagen pública. Como en aquella oportunidad, la movilización fue una acción política que, al mismo tiempo, mantuvo la épica presente e ineludible de la procesión religiosa, en la confianza del pequeño grupo de iluminados, creyentes en su propia fe, que podrían solucionar sus propios problemas irrumpiendo en las instituciones centrales de la democracia.

Pero si en Estados Unidos, la extrema derecha respaldó a un presidente que había perdido su reelección y que acudía a las denuncias de fraude, en Brasil los movilizados dieron un paso más y directamente plantearon la abolición de la democracia y la necesidad de la intervención militar.

En su concepción, el problema ya no era ni Lula ni menos la izquierda, sino la democracia como sistema que posibilita el ascenso al gobierno de aquellos que se oponen a su voluntad y a su deseo.

Por ende, y si la toma del Capitolio se convirtió en el modelo a seguir, seguramente, el ataque al Parlamento brasileño sea identificado como el mejor ejemplo aplicado al escenario latinoamericano, donde la presencia militar tiene implicaciones históricas que obviamente no ha tenido en el contexto político estadounidense.

Para las autoridades del gobierno de Lula, resta por investigar, por tanto, el grado de conocimiento y de participación el expresidente Jair Bolsonaro (quien, no casualmente, optó por no estar presente en el traspaso de mando y, en cambio, refugiarse en el clima tórrido de La Florida donde, además de Orlando y Disneyworld, también existe la mayor base electoral del trumpismo).

Los vasos comunicantes entre los trumpistas y los bolsonaristas son múltiples, y no sólo tienen que ver con la mutua simpatía profesada entre ambos caudillos.

El puente fundamental probablemente sea Steve Bannon, el publicista estadounidense, estrella de la “derecha alternativa”, que fue un puntal básico en la comunicación del republicano en su época de candidato presidencial y que, una vez peleado con éste, terminaría asesorando a la familia del presidente brasileño.

Pero claro que Bannon no fue el único nexo entre los dos mandatarios. El representante republicano Mark Green, que propuso iniciativas a favor de la transparencia electoral, mantuvo reuniones con pares brasileños para alertarlos sobre un eventual fraude en las elecciones presidenciales. También hubo vinculaciones entre el senador republicano Mike Lee y Eduardo Bolsonaro, el principal delegado del exgobernante, para la vinculación con organizaciones de ultraderecha de todo el mundo.

Y a los anteriores habría que sumar además consultores, hombres de negocios, empresarios, comunicadores, etc., tanto de origen estadounidense como brasileño, que pueden dar una idea clarificadora de las ligazones entre los dos ex presidentes.

Con todos estos antecedentes, no resulta extraño, por tanto, que bolsonaristas y trumpistas se vinculen también ahora a partir de sus comunes movilizaciones en contra del congreso y de la democracia.

Cuando triunfó Lula, decíamos que la misión prioritaria para el nuevo presidente era la de “desfascistizar” a una sociedad a la que Bolsonaro había embrutecido y llevado a un grado extremo de violencia. Ahora vemos que ese problema, además de prioritario, requiere soluciones urgentes y también severas.

Por Daniel Kersffeld

Fuente: Página 12