Comunicación: la lingüística pide la palabra
"No me animaría a decir que hay una mala comunicación, que por ahí la hay: lo que sí siento es que nuestros instrumentos de comunicación son muy débiles frente a los enfrentados. Yo hablo y ellos tienen una capacidad de vociferar mil veces superior a la mía"
23/12/2020 OPINIÓN«No me animaría a decir que hay una mala comunicación, que por ahí la hay: lo que sí siento es que nuestros instrumentos de comunicación son muy débiles frente a los enfrentados. Yo hablo y ellos tienen una capacidad de vociferar mil veces superior a la mía», expresó esta semana el Presidente, y con razón. Fue su modo de reconocer uno de los principales problemas de su gestión.
Aunque muchos aún no lo advierten, lo que ya en el mundo se llama GAFAM (la entente Google, Amazon, Facebook, Apple y Microsoft) está operando de modos cada vez más autoritarios, como se advierte en las modificaciones que imponen en cada uno de esos recursos que se suponían creados para facilitar las relaciones humanas. En todos ellos, el control y manipulación son cada vez más notorios. Y es en ese contexto que preocupa la política comunicacional del gobierno.
Y también de algunos medios dizque políticamente afines, que última y ya sospechosamente dedican muchísimo tiempo a manifestaciones protofascistas y a personajes deplorables que encumbró el macrismo o se pasan horas editorializando contra ellos, pero en realidad dándoles una vitalidad política de la que carecen y que aprovechan para destilar odio opositor.
Lo anterior, claro está, tiene que ver con un reiterado reclamo de esta columna: es urgente restablecer la TDA (Television Digital Abierta), que fue uno de los mayores logros comunicacionales del gobierno de CFK y que desde 2016 el macrismo congeló y estropeó aviesamente. Sin negar la importancia del reciente anuncio de Prestación Básica Universal Obligatoria (PBU) para los servicios de comunicaciones móviles, telefonía fija, conexión a Internet y tele por suscripción en beneficio de 10 millones de personas de bajos ingresos -–y que es continuidad del decreto presidencial que en agosto declaró esenciales estos servicios públicos–-, ello no suple la importancia de la TDA, que es una red de alta definición absolutamente gratuita que cumplió un extraordinario servicio entre 2009 y 2015, llegando en las 23 provincias a 10 millones de hogares, verbigracia casi 40 millones de personas. Y que además promovió miles de empleos en fábricas de televisores fueguinas.
Todo esto no sólo es importante respecto de los contenidos informativos, sino también para la recuperación lingüística en las comunicaciones argentinas, que es ya imperiosa. Y de la cual muy pocos se ocupan, siendo que es una de las pérdidas más sutiles que padecemos como sociedad, y de gravísima perspectiva a futuro.
Y es que el lenguaje coloquial argentino está ya en situación de gravísima emergencia, tal como advertía hace más de 30 años el enorme escritor que fue Juan Filloy. Quien sostenía que «si tenemos un idioma de 70.000 palabras, ¿por qué vamos a utilizar un castellano básico de 800? El pueblo argentino no habla más que con 800 a 1.200 palabras». Si esa pobreza lo espantaba porque era todo el idioma coloquial de los argentinos a mediados de los años 80, hoy cuando el castellano totaliza casi cien mil palabras, todo ha empeorado. Y más con la colonización idiomática que padecemos y que ha naturalizado el uso y abuso de anglicismos tecnológicos. Cuyos ejemplos son abrumadores, como la sustitución del verbo silenciar por «mutear», «linkear» por vincular o enlazar, o «loging» reemplazando a inicio de sesión, registro o instalación.
Y ni se diga la invasión y naturalización -–ésta, más perversa–- del lenguaje economicista que ha suplantado el lenguaje político y el jurídico, que es el que determina toda legalidad. Los efectos de esto han sido y son letales para una sociedad como la nuestra, que ha sido engañada una y mil veces empezando por el vocablo «deuda», que se nos ha impuesto como mandato absoluto, a tal punto que es imposible distinguir hoy si una deuda es legítima o ilegítima porque se la ha consagrado como «obligación ineludible».
Como bien señala el destacado jurista, ex juez federal y constitucionalista cordobés Miguel Rodríguez Villafañe, el concepto “honrar la deuda» se repite como absoluto y necesario, pero sin analizar si la deuda es legítima o no. Porque «honrar» significa respeto y veneración, concepto que no cabe a las imposiciones dudosamente legales y usurarias. Que eso son, a su vez y en rigor de verdad, las llamadas «deudas». Así es como la «deuda externa» resulta un derecho favorable e inapelable de los poderosos. Que cuando la Constitución o la ley los incomoda, imponen lo que R.V llama «garantías inaceptables». Y es que siempre «el endeudamiento externo de manera ilegítima, ilegal y odiosa del país estuvo acompañado con acciones que facilitaron la trampa y lo indebido».
Lo que fue una estrategia de ocultamiento, desinformación y manipulación basada, entre otras razones, en «modalidades neocoloniales aplicadas a lo jurídico y al uso de las palabras». Así, sostiene, «acreedor» es el que «tiene derecho a pedir que se cumpla una obligación», pero no por pedirlo debe quedar legitimada. Y sin embargo, en materia de «deudas externas” siempre se nos imposibilita cuestionar la legitimidad.
E incluso la trampa está en la instalación de la idea de «honrar la deuda». Honrar es respetar, enaltecer o premiar el mérito de alguien, dar honor o celebridad. De donde la supuesta obligación de “honrar” deudas es un timo vulgar y generalizado. Cuando se distorsionan los significados no sólo se niega legitimidad, sino que la inducción a “honrar” establece además que las deudas deben ser pagadas inapelablemente. O sea, tal como son «declaradas» por los «acreedores», que a su vez en realidad son usureros. Personas o instituciones, como el FMI o la banca internacional.
El agudo y notable jurista cordobés sostiene que se trata de «un verdadero colonialismo jurídico» que «trastoca los razonamientos esenciales en materia de derechos», toda vez que la Constitución Nacional deja en claro la diferencia entre “garantías” y “derechos”. Que al no ser conceptos iguales «de ninguna manera una garantía puede servir para asegurar anti-derechos humanos» como es el caso de las deudas externas que «obligan a pagar, por ejemplo, a los fondos buitre, por el sólo hecho de que hay que respetar lo acordado, aún cuando fuere odioso o ilegítimo y trajera graves consecuencias al pueblo». Nunca una simple garantía puede permitir violar derechos humanos esenciales, y una ley o una sentencia tampoco pueden convalidarlo, ya que todo ello es nulo de nulidad absoluta».
Rodríguez Villafañe sostiene que nunca se habla de “prestamistas externos”, sino de “acreedores externos”. Lo cual es también, lisa y llanamente, un abuso lingüístico porque implica asumir desde el vamos que somos “deudores” de presuntas deudas que jamás se auditan antes de aceptarse. Razón por la cual resulta que quienes siempre exigimos auditorías de los compromisos externos -–para precisar si en efecto se debe lo que nos reclaman–- resultamos molestos para los poderes fácticos: empresariales, banqueros, mediáticos. Con lo que más allá de los esfuerzos de economistas bien intencionados -–y aún patrióticos, que también los hay–- el mal uso de la lengua castellana siempre nos deja en cueros y a la intemperie.
La neocolonización lingüística se ha impuesto en todos los medios de difusión, sin que la inmensa mayoría de los comunicadores se den cuenta. Hoy el uso de palabras o frases abstrusas es cotidiano y hacen escuela en la población, que las repite sin darse cuenta.
Por eso siempre se cae en el autoritario «respeto reverencial» por el cual a los prestamistas nunca se les reclaman derechos, sino que «sólo se les pide indulgencia ante deberes que pueden haberse incumplido».
Y todo ello haciéndole creer al pueblo que ha recibido beneficios, cuando en realidad fueron exacciones que, encima, debe agradecer. Y que validan perversos economistas que en mentimedios y telebasura no sólo desinforman sino que mal informan y deforman.
Otra tara se produce cuando se discute el presupuesto nacional y a las previsiones de pago de deudas externas se las denomina «pagos de servicios de la deuda”. ¿Servicios? Son meras cantidades a pagar en concepto de capital e intereses, muchas veces usurarios. Y para colmo se los conceptúa como “servicios”, cuando ninguna deuda hace ningún “servicio».
Llevamos décadas escuchando a economistas farsantes ( y a políticos ingenuos que les siguen la corriente) decir que “achicar el Estado es agrandar la Nación”. Con lo que han pretendido que los ajustes sean un poco más y patrióticos. Habráse visto.
Por Mempo Giardinelli