Conicet, otra pequeña victoria de Dante Guede

Hace poco más de cuarenta años, el 7 de noviembre de 1976, Dante Guede (45) y su hijo Héctor (19) eran secuestrados en las calles de Wilde. Dante era miembro de la Carrera del Personal de Apoyo del Conicet

Hace poco más de cuarenta años, el 7 de noviembre de 1976, Dante Guede (45) y su hijo Héctor (19) eran secuestrados en las calles de Wilde. Dante era miembro de la Carrera del Personal de Apoyo del Conicet, técnico soldador en el Instituto Argentino de Radioastronomía de Villa Elisa; Héctor era estudiante de Ingeniería. Los restos de Dante fueron identificados por el Equipo de Antropología Forense en el cementerio de Avellaneda; los de su hijo siguen sin aparecer.

Los genocidas no consiguieron arrancarle a Dante el nombre de compañero alguno y esta pequeña victoria, en medio de semejante derrota, se agigantaría nueve años después, en 1985, cuando los trabajadores del Conicet, por iniciativa de ATE, organizaríamos nuestro primer congreso nacional bajo la advocación del ejemplo, el compromiso y el nombre de Dante Guede. Era la primera vez en la historia de este organismo que una porción de sus integrantes –los más jóvenes– asumíamos explícitamente nuestra condición de trabajadores y, desde esa identidad, reclamábamos la convocatoria a paritarias, relación laboral no encubierta con los becarios, democratización de las normas de evaluación académica y la creación del Ministerio de Ciencia y Tecnología, entre muchas otras reivindicaciones. Al año siguiente, en 1986, volveríamos a levantar la bandera de Dante protagonizando la Marcha Nacional de las Probetas, una potente movilización que denunciaría la subsistencia de una estructura arcaica, autoritaria y elitista en el gobierno del Conicet que impedía la promoción efectiva de la ciencia y la tecnología. El 24 de septiembre de 1994, el ingenioso ministro de Economía de entonces, Domingo Cavallo, mandaba a todos los científicos –en la persona de la Dra. Susana Torrado, que lo contradijo– “a lavar los platos”. Al día siguiente, un puñado de becarios, administrativos, técnicos e investigadores lavaríamos platos frente a las puertas del Conicet y esa foto recorrería el mundo de las publicaciones científicas internacionales y de los diarios locales.

Para noviembre de 2001, casi a las puertas del histórico levantamiento popular que echaría al gobierno neoliberal de De la Rúa, Daniel Mosimann, que en 1985 había participado del congreso de trabajadores como referente de la entonces Federación Nacional de Asociaciones de Ciencia y Técnica (Fenacyte) y luego se convertiría en uno de los más destacados líderes de ATE dentro del Conicet, entregaba su último aliento de vida. En esos momentos postreros, la perenne presencia de Dante Guede volvió a manifestarse y Daniel nos dijo, a modo de despedida: “No cambien de ideología”.

Recién en diciembre de 2007, cuando la presidenta Cristina Fernández de Kirchner anunciaba la creación del Ministerio de Ciencia y Tecnología y a su cargo designaba a Lino Barañao, muchos sentimos que todas aquellas luchas, plagadas de derrotas y de pequeñas victorias, adquirían un nuevo y poderoso sentido. Con Barañao habíamos compartido el “Dante Guede”, la lavada de platos, los cortes de calles frente a institutos, facultades y sedes del Conicet y nos sentimos autorizados a pensar que también tendríamos, después de tantos años, aquellas paritarias que habíamos soñado en 1985 y que los becarios dejarían de ser científicos precarizados. Es verdad: nunca el sector científico y tecnológico nacional alcanzó a tener, como en los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner, un impulso tan formidable como el registrado durante ese período. Pero las banderas que el propio Barañao había levantado en sus años de joven investigador supo arriarlas con todo descaro durante su gestión como ministro de un gobierno popular. Así fue como obstaculizó sistemáticamente la convocatoria a la convención colectiva de trabajo y se negó de plano a modificar el régimen laboral de los becarios, no sin antes despotricar contra las ciencias sociales a la vieja usanza de la aristocracia cientificista. Para la primera cuestión argumentaba que los sindicatos de los trabajadores estatales no eran representativos de los científicos, mientras que para la segunda sostuvo el dogma conservador y autoritario de que la beca es un premio y no un trabajo para los investigadores en formación. Su cinismo e hipocresía completaron el círculo que dibujan los conversos cuando aceptó ser ministro de Macri porque éste le había asegurado que mantendría incólumes las políticas de Estado en ciencia y tecnología.

Pues bien, el ajuste en el Conicet se puso de manifiesto con la aprobación del presupuesto nacional para 2017 y con la decisión de Barañao –secundada por Alejandro Cecatto, presidente del organismo– de negar el ingreso a la Carrera del Investigador a 508 becarios posdoctorales cuando éstos ya habían sido evaluados y recomendados por las respectivas comisiones técnicas asesoras.

La respuesta de los trabajadores, como es de público conocimiento, no se hizo esperar. El playón del Polo Científico y Tecnológico –donde se encuentran las sedes del Conicet y del ministerio– fue pacíficamente ocupado por un número significativo de afectados quienes, acompañados por las agrupaciones Jóvenes Científicos Precarizados, Científicos y Universitarios Autoconvocados, Ciencia y Técnica Argentina, y por los sindicatos Asociación Trabajadores del Estado (con plena jurisdicción gremial en el organismo), Conadu y Conadu Histórica, amén de agrupaciones estudiantiles y centros de estudiantes diversos, llevaron adelante una toma que se prolongó hasta la noche del viernes 23. Esa medida, potente, colectiva, horizontal, se extendió a varias sedes del país y obligó al gobierno de Macri a negociar porque, además, los trabajadores de la ciencia y la tecnología contamos con el apoyo indisimulado y persistente de una parte significativa de la sociedad. Este hecho, claramente mostrado por algunos medios y por el periodista Víctor Hugo Morales, vino a sumarse al repudio generalizado a la brutal represión en Jujuy a los asistentes al juicio trucho contra Milagro Sala. Era demasiado para el Gobierno y tuvo que retroceder.

El acta en la que el Gobierno reconoce su inocultable derrota fue firmada por los representantes de las organizaciones mencionadas más arriba, entre ellos por la investigadora superior Ana Franchi (CyTA), quien en la época del congreso Dante Guede era becaria y para la “lavada de platos” de 1994 había sacado de su instituto una batea para sumergirlos en detergente, y por el administrativo Juan Manuel Sueiro (secretario adjunto de ATE Capital) quien en 1985 apenas tenía 16 años y en mayo de 1989 sería efectivizado en el Conicet.

La victoria de los trabajadores científicos es, como todas las de su género, frágil, imperfecta, sencilla, efímera, inestable. Pero es en las victorias donde los que vivimos de nuestro trabajo y no del trabajo ajeno forjamos nuestra identidad, aunque las derrotas nos obliguen, una y otra vez, a recomenzar la lucha. No ha sido por acaso que esa pequeña multitud de becarios, administrativos, técnicos, investigadores y docentes cantamos, la noche del viernes 23, la consigna “¡Investigar es trabajar!”. Trabajadores al fin, lo gritamos a voz en cuello al festejar esta humildísima victoria. Es que en medio del exitoso experimento del Estado policial en Jujuy, con una desfavorable correlación de fuerzas en la totalidad social, hemos hecho retroceder al gobierno de Macri y desenmascarado el cinismo y la hipocresía de sus funcionarios.

Aun con Milagro Sala tras las rejas vale festejar este triunfo, por más transitorio que parezca, porque nos reconforta y nos afirma en la construcción de una unidad superior para enfrentar con más fuerza al gobierno neoliberal. Sólo por esta evidencia, la bandera legada por Dante Guede sigue flameando en manos de los trabajadores del Conicet y no en las de quienes se han esmerado en pisotearla con descaro.

Por Carlos Girotti *

* Trabajador del Conicet; secretario de Comunicación de la CTA.

Fuente: Página 12