Doña Marcelina: la pasión de una criancera en el norte neuquino
Cumplió 75 años la mujer que crió a sus siete hijos a puro esfuerzo , con el trabajo de cada año con las chivas y las ovejas.
26/08/2020 TURISMOCumplió 75 años la mujer que crió a sus siete hijos a puro esfuerzo , con el trabajo de cada año con las chivas y las ovejas. Desde Colomichicó celebrará con ellos a través de las redes sociales:
A fines de febrero se fue a dedo desde su casa en las cercanías del tesoro arqueológico de Colomichicó a su veranada a 100 km en la laguna Navarrete en el norte neuquino, ahí donde las crías de las chivas se hacen fuertes con el agua de deshielo y las pasturas de los vallecitos y las laderas antes del arreo de cuatro días con el resto de las cabras y las ovejas hacia las tierras de invernada, donde con las pariciones de la primavera el ciclo volverá a comenzar.
Doña Marcelina Aguilera, como todos la llaman, hoy cumple 75 años y había emprendido esa aventura que para ella es rutina porque quería vacunarlas, ver cómo estaba todo, organizar con sus hijos y nietos el regreso en un año que se presentaba incierto con la pandemia y los cortes de ruta que se avecinaban. Después de hacer a pie un buen tramo, fue don Sepúlveda, vecino de Butalón Norte, el que la acercó.
No era raro verla caminar al costado de la ruta: así fue toda la vida, por ejemplo esos 10 km para ir a misa los domingos en la capilla en Varvarco, algo que no puede hacer desde la pesadilla del virus.
Así era, también, en esos 20 km hasta Las Ovejas cargando los cueritos que canjeaba por alimentos para cocinarles a sus siete hijos, que la esperaban afuera y corrían a recibirla cuando la veían venir.
Se iba pasando por Butalón y volvía por Invernada Vieja y Varvarco, con la esperanza de que pasara un vehículo por la ruta 43 y la llevara. Una vez la trajo un gaucho en moto y todavía se acuerda con una sonrisa cómo le quedó el pelo que no llevaba atado.
Así que ahora permanece desde el 15 de marzo en Colomichicó, ahí nomás de las maravillas de arte rupestre de los primeros habitantes y al cuidado de su propio tesoro, los animales que son su sustento desde siempre, puro fruto de un esfuerzo que le permitió darles de comer y criar a sus hijos desde aquellos tiempos en que salía al atardecer con uno en brazos y el otro atrás sostenido por el chal o la bufanda para rodear a las cabras.
«Es un año malazo por la sequía y la falta de pasturas», dice doña Marcelina. Foto: Martín Muñoz.
A mediados de julio, las hermosas imágenes que tomó el fotógrafo guardafauna Martín Muñoz en su lugar en el mundo tras la nevada se hicieron virales y pronto se estrenará Bela Veiko, una película de Diego Lumerman basada en la leyenda de un tesoro oculto y un minero europeo que lo busca en la que participa.
Detrás de las fotos, los videos y el cortometraje hay una historia, la de una mujer que nunca bajó los brazos y duerme con un ojo abierto para que ninguna chiva se le quede pegada a la escarcha en este duro invierno donde cuesta hallar forraje y agua y no alcanzan los fardos que pueden comprar ni los que aporta la Comisión de Fomento.
La pala. Estos días puso unos postes en el campo. Foto: álbum familiar.
Una historia de sacrificios como las de tantas campesinas que en su caso hoy, a los 75, celebran y agradecen sus hijos, el mayor premio.
“La mami la peleó siempre”, dice Mariano Aguilera, con 51 años el mayor. Ella nació aquí, al pie de la cordillera del viento, a 10 km de Varvarco por la ruta 59 enripiada. Pudo ir solo hasta segundo grado a Andacollo pero igual se las ingenió para leer y escribir. Tras la trágica muerte de su hermanita (cayó en un pozo cuando buscaba agua) sus padres la quisieron tener cerca y dejó la escuela.
Con sus hijos Delia y Salvador y Daniel Fontana cuando era el presidente de la UNESCO en Argentina.
Aprendió el oficio con ellos, que tenían además vacas y yeguarizos en esos tiempos donde no escaseaban las pasturas y la sequía era algo que pasaría después. Y si de chico los acompañaba en los arreos, hoy son los nietos los que tomaron la posta, pero ella también va.
“Me gusta estar con los animales, me hace sentir bien, es lo que hice toda la vida”, dice doña Marcelina, la piel curtida, la sonrisa franca, la mirada dulce, profunda. “Es un año malazo, mucha sequía de noviembre a mayo, muy poca pastura, pero no le vamos a aflojar”, agrega desde Colomichicó, siempre atenta a los zorros y los perros que se ceban cuando matan y se hacen jauría.
La vivienda está a unos 80 metros de la Escuela 284 que funciona desde 1985 en el lugar donde estaba su casa original, pero cedió el terreno y la provincia le construyó otra sobre una loma.
Se calefacciona con la leña de pino y álamo que tampoco sobra en un hogar que hicieron los hijos y nietos y desde que llegó la luz hace dos años pudo conectar una heladera. Ahora también hay señal y conexión a internet, que todavía va y viene. El agua es de vertiente y va por manguera al tanque.
“Que no le va a aflojar es seguro, es una máquina, el corazón y el cerebro de todo esto”, dice Delia, que vive al lado y le dio seis nietos. Todo eso es estar en el centro de la familia y sostenerla cuando fue necesario con el trabajo de cada año y lograr tener ahora unas 200 chivas y unas 70 ovejas, su capital. “Ayer mismo se fue a poner unos postes y bajó de noche, alumbrada por la linterna”, agrega Delia.
Es el cerebro y el corazón desde los 24, cuando en un solo año perdió a su padre víctima de un cáncer, a su hermano que se ahogó en el río tras caer del caballo, a su madre por la inmensa tristeza.
“Ella se quedo sola y sacó todo adelante mientras criaba a sus dos hijos mayores y a los que siguieron. Siempre procuró que no nos faltara nada. ¿No había harina para el pan? Molía trigo con la mano. Tejía ponchos y mantas. Siempre estuvo con nosotros y nos enseñó que hay que tener pasión por lo que uno hace”, dice Mariano.
El destino le depararía otros duros golpes, como la partida de su marido Ramón Villegas en el 2000 y luego la de su hijo Salvador, el que más empeño le puso al trabajo con los investigadores de la Universidad del Comahue para armar el parque arqueológico.
Levantarse y levantarse golpe tras golpe. Rezar y seguir, rodeada del afecto de su familia. En marzo volvió contenta de la veranada después del encuentro con los agrimensores que permitió resolver problemas de límites entre crianceros.
Y aunque el otoño y el invierno trajeron tristeza por el encierro y los animales flacos por la falta de alimento, no detuvo la marcha. “Yo amo esta vida campesina, pero acá no hay que bajar nunca los brazos”, dice y se despide para volver al corral con la pala al hombro, acompañada por Daski y Pucheto, que ladran y mueven la cola mientras la siguen un paso atrás.