Drama y miseria en Neuquén: cada vez son más los que viven en la calle

Estiman que supera el centenar las personas sin techo que deambulan diariamente por la capital. Los problemas son muchos y las soluciones no alcanzan.

Estiman que supera el centenar las personas sin techo que deambulan diariamente por la capital. Los problemas son muchos y las soluciones no alcanzan.

Suelen andar de a grupos o en parejas, aunque también están los solitarios. Durante el día se mimetizan con el movimiento alocado de la ciudad de Neuquén, pero de noche es más fácil reconocerlos. Son los que materializan los números del drama, la indigencia y la miseria, los sin techo, los que no tienen nada más que lo que llevan puesto, los que viven en la calle.

Cuántos realmente hay, es difícil saberlo. Son muchos más de los que se cree. En el último relevamiento que hizo Red Solidaria (RS) contó 85, aunque desde la propia organización aseguran que se trató de una recorrida de rutina, de las tantas que realizan para asistirlos con comida y algo de abrigo. Saben que el número es mayor.
Desde la Municipalidad de Neuquén sostienen que hay unos 170, aunque aclaran que la mayoría no viven literalmente en la calle, sino que es en la vía pública donde se ganan el sustento del día. Los números van cambiando todos los años y también el perfil de los anónimos que no tienen dónde vivir.

Mayoritariamente son personas jóvenes que quedaron excluidas de sus hogares por distintos motivos. A algunos los echaron sus propios familiares (que también son pobres), por problemas de convivencia, de drogas, de miseria. Pero también están los adultos que perdieron todo hace tiempo y se resignan con vivir con lo que encuentren en la vía pública, ya sea un refugio o un plato de comida.

Hay un muy pequeño grupo que lo integran los linyeras de siempre, representados por Jaime, el más conocido de la capital neuquina. Son los más marginales de todos los que deambulan y que además padecen problemas psiquiátricos por tantos años de indigencia, excesos y adicciones.

Desde el Estado buscan contenerlos, pero esa contención es efímera, apenas un parche. Es una ayuda que se les brinda, pero que no soluciona el grave problema social por el que atraviesan. Es más, muchos ni siquiera quieren ir a los refugios que hay en la ciudad, aunque hoy las 65 camas que existen para cobijarlos están ocupadas.

El drama social que se ve en muchos rincones de la ciudad de Neuquén no es nuevo, pero se agravó con la crisis económica y con la cantidad de personas que llegan de otras provincias en busca de trabajo y no lo consiguen. Y se visibiliza aún más cuando comienzan los fríos del otoño y se hace realidad la pesadilla del invierno.

Quienes tienen la radiografía más precisa de lo que ocurre en las calles son los integrantes de RS. Reconocen que no pararon de trabajar desde el año pasado, ni siquiera durante los meses de verano cuando antes sí se tomaban un respiro.

La organización sin fines de lucro realiza cuatro salidas por semana y arma viandas o consigue alimentos para repartirlos entre quienes viven esa realidad que duele y que parece imposible de modificar. El grupo prepara comida caliente en la casa de algún voluntario o recibe donaciones de distintas instituciones públicas o privadas que nunca alcanza. Hasta del Hospital Castro Rendón colaboran con las viandas que elaboran para el personal que trabaja allí y que a veces sobran. Cuando hay comidas ricas como las milanesas con puré es más difícil; cuando hay algún guiso o una ensalada con arroz y verduras es más fácil. Para la gente que vive en la calle todo es bienvenido para llenar la panza. Es una cuestión de supervivencia.

Alberto Cámpora es un conocido referente de RS y un hombre que no aparece mucho en los medios, salvo cuando es necesario hacer pública una campaña para un fin específico o cuando requiere la colaboración de más voluntarios que lo ayuden en esta patriada que parece no tener fin.

Él y su equipo son los que recorren las calles de la ciudad con las viandas, los vasos de sopa caliente o abrigos. Ya conocen a la gran mayoría de sus clientes hasta por su nombre, pero siempre se encuentran con alguno nuevo y se angustian cuando la comida no alcanza para todos. ¿Quién tiene la prioridad? ¿El chico? ¿El anciano? ¿El que aparece de golpe?

“Es la primera vez en 18 años que no aflojamos. Esto que está pasando es peor que una inundación porque la inundación dura tres o cuatro días y esto no termina más”, asegura y reconoce que está cansado porque la tarea es intensa, demasiada para hacerla en forma paralela a la que él lleva adelante para ganarse la vida: el trabajo inmobiliario.

Esas 300 viandas que se reparten cuestan caro y hay veces que hasta la misma gente de la red tiene que poner plata de sus bolsillos para poder cubrir los costos que son cada vez más elevados. “Hoy un envase de plástico vale tanto como la comida que lleva adentro”, se lamenta.

En la organización reciben bastante ayuda y tuvieron ofrecimientos de dinero de distintas empresas, pero Cámpora las rechazó varias veces por una simple razón: teme en convertirse en un organismo paraestatal con todas las responsabilidades que ello implica y hasta con las críticas que le puedan caer cuando las cosas no salen bien, como ocurre habitualmente, porque las cosas no salen bien, no se solucionan de raíz; apenas son paliativos que permiten que los sin techo no se mueran de hambre o de frío, aunque a veces se mueren de hambre y también de frío. Y ese es un trabajo de todos los días; es como correr detrás de una utopía.

Solo a lo largo de la Avenida Argentina viven unas 40 personas en la calle. En los días lluviosos no se ven porque están refugiados, pero cuando el tiempo lo permite, durante las mañanas, los mediodías y al final de las noches, están cerca de los lugares donde saben que pueden recibir algo: un billete o las sobras de comida que les dan en algunos restaurantes cuando las cocinas están por cerrar.

J.G. es uno de ellos. No quiere decir su nombre y reniega de fotos no porque le dé vergüenza, sino que no quiere que se entere su familia -que vive en un barrio que tampoco quiere decir- para que no se preocupe. Él se fue de su casa por voluntad propia, porque en el hogar donde vivía eran muchos y no alcanzaba para todos, ni siquiera el techo. Dice que los visita seguido, pero es solo eso: nada más que una visita cada tanto.

El chico de las iniciales reconoce que tiene 19 años, que apenas cursó la primaria y que la secundaria la empezó, pero lo aburrió. Limpia vidrios de los autos y changuea en el centro y otras veces en el Bajo. Es reticente y desconfiado al hablar. Solo suelta palabras a regañadientes o a cambio de algo tan simple como un cigarrillo.

– ¿Dónde dormís?

– Donde puedo. Algunas veces en lo de un amigo y si no, en la calle. Siempre aparece algo.

– ¿Y la comida?

– Consigo porciones de pizzas o algo que sobra. Siempre como.

J.G. no tiene aspecto de indigente. La ropa que lleva puesta está un poco sucia, pero no está rota. Las zapatillas están relativamente nuevas. Dice que se las regalaron. También asegura que suele bañarse en las visitas que hace a su casa o en las estaciones de servicio donde tiene que pagar. Tiene el pelo corto y una barba incipiente, como la de los adolescentes que se están convirtiendo en hombres. Parece que tiene menos años de los que dice tener.

– ¿No te da miedo vivir en la calle?

– Dame un cigarrillo.

– ¿Es peligrosa la calle?

– A veces está pesada porque hay de todo, especialmente a la noche. Algunos pibes están sacados, pero yo no me meto en quilombos. Tampoco quiero robar.

– ¿Te drogás?

(Hace una pausa y piensa) – Cuando puedo fumo algunas secas que me convidan, pero otras cosas no. Un día tomé algo que me dieron unos pibes y estuve re mal, re loco. A partir de ahí corté.

J.G. tiene la imagen de un pibe tranquilo, que no busca problemas, aunque en realidad parece que no busca nada, que no le importa nada, que solo vive y deambula. Se concentra en esa rutina laboral que es esperar que los semáforos detengan a los automovilistas para limpiar los parabrisas a las apuradas a cambio de algunos pesos.

No es como otros que sí llevan una vida más arriesgada y violenta que muchas veces cruza el límite del delito, como T.T. un hombre desquiciado que hace tiempo dejó su juventud y tiene en vilo a varios comerciantes del centro. Les pide dinero y se enoja si no le dan, se pelea en la calle con otros que están en la misma situación que él o con cualquiera que se le cruce, o hace exhibiciones obscenas o protagoniza situaciones desagradables. Es un problema social que nadie sabe cómo resolver, aunque T.T. (ya reconocido con nombre y apellido) se ganó un lugar en las páginas de los portales de noticias porque, además de su comportamiento, lleva acumuladas decenas de causas penales.

La Justicia mantiene por estos días una puja con el gobierno sobre si hay que mantenerlo encerrarlo (como está ahora en una comisaría hasta ver qué tratamiento le dan) o si dejarlo libre. Es un caso difícil, como tantos otros, aunque las realidades de cada uno de los que viven en la calle son distintas.

Los pibes más jóvenes suelen pernoctar en grupos numerosos. El balneario municipal es uno de los lugares elegidos, especialmente en los días de otoño cuando ya nadie va a comer un asado y las rondas policiales no son tan frecuentes. Allí hay una veintena. También están en las plazas y espacios públicos del centro con colchones, frazadas y lonas. Detrás de una antena de telefonía, en dirección a Plottier, a la vera de la ruta 22 (Ahora Avenida Mosconi) otro grupo similar utiliza los pastizales de refugio. Algunos sectores de Parque Norte sirven también para el campamento improvisado aun en los días fríos. La juventud hace que la miserable aventura sea más soportable. Por algunos años tendrán esa ventaja.

Pero hay otros casos que muestran un drama mucho más profundo como el que encontró RS hace poco: una joven embarazada con dos criaturas que suele vivir debajo del puente que une la Isla 132 con el Paseo de la Costa y que cada tanto (y vaya uno a saber por qué) algunos familiares le dan refugio temporario; después regresa a la calle. La historia seguramente encierra otras realidades más penosas y crueles que confluyen en una tragedia que parece sacada de una miniserie de la Edad Media, pero que ocurre en el siglo XXI en la capital de Neuquén.

Drama y miseria en las grandes ciudades del mundo
El fenómeno de los sin techo es desde hace tiempo un gran problema para las grandes ciudades del mundo, aun para las que tienen riquezas.

San Francisco, una de las aglomeraciones urbanas más prósperas de Estados Unidos, enfrenta el crecimiento de los homeless con un agregado letal: el fentanilo, la droga que todos los días expulsa a miles de personas de sus hogares y los convierte en verdaderos zombies que no tienen siquiera voluntad y, mucho menos, capacidad de razonar.

Se estima que por las calles de esa ciudad antes glamorosa deambulan unas 20.000 personas diariamente buscando lo que sea con tal de que tenga valor para comprar una dosis que les permita mantenerse en ese submundo alejado de la vida real. Alimentarse pasó a ser algo secundario. El delito se multiplicó y el turismo se desmoronó porque una ciudad que empieza a mostrar sus ruinas sociales deja de ser atractiva.

El gobierno destinó 14.000 millones de dólares para tratar el problema de la falta de vivienda y los altísimos costos que tienen los alquileres (3.000 dólares promedio por un departamento, según Redfin, una consultora de bienes raíces de ese país). También invirtió otras sumas siderales en la lucha contra la droga y en la contención de los que viven en la calle. Construyó refugios, subsidió hoteles, alquiló departamentos y hasta repartió estupefacientes y jeringas para evitar los efectos de la abstinencia, pero el problema no solo sigue, sino que se agravó.

Neuquén está lejos de la realidad de San Francisco, pero ya tiene pequeños síntomas similares que preocupan y alarman porque el tiempo pasa rápido y la ciudad se agiganta pronto, igual que los dramas. No hay fentanilo, pero ya circula el crack, un derivado de cocaína convertido en cristales; los precios de los alquileres son difíciles de pagar hasta para la gente que tiene un trabajo y a ese combo se le suma la crisis económica. El resultado es igual, aunque a menor escala.

Durante las noches, cuando la capital más grande de la Patagonia comienza a apagarse, vuelven a hacerse visibles entre las sombras los sin techo y sin nada, que hasta algunas horas atrás circulaban entre los que tienen poco y los que tienen mucho. Son los perdidos, los violentos, los tristes, los suicidas, los locos, los anónimos, los perseguidos, los acusados, los ignorados, los adictos, los hambrientos, los que generan bronca y los que generan lástima, los que están en carne viva y los que están curtidos, los incomprendidos, los mal llevados, los nadies, los de la calle.

Después de una charla con palabras sacadas con tirabuzón y varios cigarrillos pedidos, J.G. dice que no quiere hablar más, que ya está bien y que se irá porque tiene hambre.

No lo demuestra, pero es evidente que está fastidiado e incómodo, que no le gusta hablar de su vida, ni de sus problemas, ni siquiera de las cosas lindas de su pasado si es que alguna vez las hubo.

– ¿A dónde vas?

– A buscar pizza o algo.

– ¿Ya sabés dónde vas a dormir esta noche?

– Todavía no. Algún lugar voy a encontrar.

– ¿Y mañana?

– Y mañana, ¿qué?

Fuente: La mañana Neuquén