Educar en el Neuquén profundo, la historia de una maestra rural
La dura tarea de enseñar, en medio de una infinidad de dificultades, a 21 chicos de cuatro parajes del norte de la provincia.
05/12/2022 MUNICIPIOSLa dura tarea de enseñar, en medio de una infinidad de dificultades, a 21 chicos de cuatro parajes del norte de la provincia.
Corría abril de 2014 y me encontraba en el norte neuquino, cubriendo, en mi rol de periodista de política, una actividad de Gobierno. Allí me encontré con algo que nada tenía que ver con lo que fui a hacer pero que me impactó y nunca olvidaré.
Se sabe del papel que ocupan los docentes que trabajan en la ruralidad pero en ese caso me tocó observarlo en el lugar, escuchar en primera persona a una directora de una escuela primaria, que a la vez cumplía el rol de maestra, cocinera y de madre para muchos niños que llegaban desde distintos parajes, casi todos a caballo y cuando el tiempo lo permitía.
El personaje de esta historia se llama Silvia Sepúlveda, en ese entonces a cargo de la escuela 23 de Los Menucos, un paraje distante a unos 30 kilómetros de Chos Malal, ciudad en la que vivía.
Ella fue quien me abrió la puerta de este edificio antiquísimo, que se fundó hace 118 años, construido en piedra y originalmente hecho en adobe. Era una obra arquitectónica admirable, que mantenía sus pisos, ventanas y postigos originales pero que el paso del tiempo había deteriorado.
Por fuera, el predio era grande pero no estaba delimitado, lo que hacía que chivos, gallinas y hasta una vaca de algún poblador vecino circundaran el lugar. La idea por esos años era crear una huerta y criar pollos que ayudaran a solventar los gastos del comedor.
Mi visita fue un domingo, no había clases, pero Silvia estaba allí para dejar todo listo para el día siguiente.
Contó que les enseñaba a los chicos muchas veces en dos pizarrones al mismo tiempo, dado que, junto a otra docente, se repartían el dictado de clases para siete grados.
En su escritorio se desplegaba todo el material habitual que se utiliza en las aulas y un vaso de plástico que me llamó la atención, porque contenía 21 cepillos de dientes etiquetados. “La escuela le da sentido a esta comunidad”, me dijo Silvia, y no se equivocaba. Tampoco hizo falta aclarar que esos niños no venían a la escuela sólo a aprender a leer y escribir, ya que, en muchos casos, se les ofrecía el único plato caliente de comida que iban a tener en el día.
Además de los Menucos, los alumnos provenían de otros parajes como Caepe Malal, Chacay Melehue y Alamito. En ese abril de 2014, Silvia había solicitado un auxiliar para que colaborara con la limpieza y la cocina, y más personal docente para poder recibir una mayor cantidad de estudiantes. Lo que logró, al menos, es que el Consejo Provincial de Educación nombrara tres maestros (de Música, Plástica y Educación Física) que se iban a desempeñar dando clases dos veces por semana con cargos compartidos con otras escuelas rurales de la zona.
Todo en esa institución educativa se hacía a pulmón, y en ese hacer el rol de Silvia era fundamental.
“Muchas veces me pregunto si todo esto vale la pena”, recuerdo que me dijo, y al segundo se corrigió, afirmando que esa pregunta se contestaba sola al ver la cara de esos pibes que, en su gran mayoría y con mucho esfuerzo, lograban terminar sus estudios.
Y llegó la hora de irse. Con una vuelta de llave, Silvia cerró la escuela que iba abrir al otro día. Antes, cargó una enorme olla para colaborar con un almuerzo popular en el pueblo, que ese domingo festejaba un nuevo aniversario. Después pasó por al lado de una enorme campana que al otro día haría sonar para llamar a clase.
“Esto no es para cualquiera”, advirtió. No le faltaba razón.