El factor económico

En política nunca rige el universalismo de un fundamento invariable y los ciudadanos no son únicamente una barriga que aspira a ser saciada.

En política nunca rige el universalismo de un fundamento invariable y los ciudadanos no son únicamente una barriga que aspira a ser saciada. Pesan en su decisión las frustraciones acumuladas, el horizonte de expectativas, y el talento de los dirigentes políticos que aspiran a reparar sus sufrimientos.
Por Juan José Giani

En 1859, Karl Marx publica un texto que devendría con el paso del tiempo en un pilar del pensamiento social contemporáneo. Nos referimos a su «Contribución a la crítica de la economía política» en la cual explicita un minucioso análisis deconstructivo de la obra clásica de Adam Smith y David Ricardo. Sin embargo, el aporte más influyente y renombrado se ubica en el prólogo, que por otra parte se integraría fluidamente en su principal obra posterior (el Volumen I de «El Capital»); del cual por lo demás se acaban de cumplir 150 años de su primera edición (1867).

Pues bien, Marx era un filósofo de enorme erudición cuya primordial influencia provenía de la figura de George Wilheim Hegel. Establece por cierto con él un vínculo ambivalente, de admiración, rechazo y reconversión; pero sin dudas toma de allí la pretensión de elaborar una teoría totalizante de la historia. Esto es, interpretar el derrotero de la humanidad no como una serie inconexa y azarosa de circunstancias sino como una secuencia racional estructurada en torno a un principio invariante que organiza su sentido y anticipa su desenlace.

Hegel lo había intentado de manera ampulosa y magistral acentuando tendencias que ya estaban presentes por ejemplo en el iluminismo de Condorcet. Marx (y Friederich Engels claro) por cierto conserva esa lógica pero introduce una transformación radical que funciona desde entonces como un parteguas para la filosofía política.

A saber, ese fundamento esencial que vertebra la concatenación de los hechos no es interior a la conciencia ni se recoge en alguna objetivación de la vida espiritual, sino que reside en el modo en que los seres humanos producen para satisfacer sus necesidades. Solo penetrando en detalle en el funcionamiento del factor económico será posible develar con infalible agudeza la trama profunda sobre la que se asientan los distintos estadios civilizatorios (comunismo primitivo, esclavismo, feudalismo, modo de producción asiático, capitalismo). Es la tensión entre el desarrollo de las fuerzas productivas y las relaciones de producción que a su interior operan lo que explica las grandes mutaciones que han sacudido el curso estricto de la historia.

Residiendo en Londres y como observador angustiado por las miserias sociales del capitalismo liga estas reflexiones con una dimensión militante y revolucionaria, postulando (nuevamente en clave hegeliana) como el despliegue dialéctico de las cosas lleva a que una época luminosa (el comunismo moderno) irrumpa, niegue y supere a aquella otra que ya ha extinguido su ciclo.

En el prólogo antes comentado, Marx presenta algunas de sus tesis de manera sintética y precisa, solo que sentando las bases de una polémica que con el paso de las años tenderá a acentuarse. Allí afirma que es el «ser social» (el modo de producción de la vida material) el que «determina» a la conciencia (y no a la inversa como sostenía el idealismo alemán); y que esa interacción se verifica «al modo de las ciencias naturales». Asimismo la relación entre el factor económico y el resto de las facetas de la vida en comunidad se equipara arquitectónicamente al de una estructura (universalmente fundante) respecto de un «edificio» (fundado y derivado).

Ahora bien, esta inédita teoría materialista de la historia suscita un doble efecto. Por una parte desata una revolución científica trasladada rápidamente a las prácticas organizativas del movimiento obrero y la Liga de los Comunistas, pero por la otra abre una serie de interrogantes respecto de los verdaderos alcances del equipaje de conceptos lanzados por el economista‑filósofo nacido en Treveris. En algún sentido acontece lo que siempre cuando irrumpe una sustancialidad interpretativa hasta entonces inadvertida. Se torna referencia insoslayable de una ciencia renovada pero a su vez tiende a instalarse como verdad revelada que se codea con el dogmatismo.

Pues bien, los debates se desencadenan en torno a tres puntos. En primer lugar, caracterizar con mayor detenimiento el concepto de «determinación» y por consiguiente el margen que en ese marco queda para la potencia de la acción humana libre. En segundo lugar, en qué medida el tinte naturalista de esa definición convierte al marxismo en una suerte de mecanicismo histórico; y en tercer término que espesura efectiva conserva en la marcha de los pueblos los factores que desbordan la mera base económica (el político, el religioso, el jurídico, el ideológico).

De hecho, y ya muerto Marx, dos de los más destacados discípulos de Engels (Franz Mehring y Eduard Bernstein) interpelan respetuosamente al maestro sobre estas oscuridades, motivados por cierto por el dato incontrastable de que la revolución inminente anunciada en el Manifiesto Comunista de 1848 se demoraba inesperadamente.

Atendiendo esos reclamos el propio Engels publica sus llamadas «Cartas filosóficas» y plantea allí una modificación significativa. Lo económico determina pero «en última instancia», aceptando de esa manera que ninguna estrategia revolucionaria tendría perspectiva de éxito sin prestar debida atención a la cadena variable de mediaciones que articulan la lucha material contra la escasez y sus modos de representación en la siempre más heterogénea complejidad del mundo.

Varias décadas más tarde, pero siempre conservando la inquietud acerca de las acechanzas del economicismo, Louis Althusser expone otras correcciones que procuran oxigenar al marxismo. Por una parte, perseverando en la huella comenzada por Engels plantea la noción de «autonomía relativa» de las esferas, topología que admitía que cada una de ellas debía ser abordada no únicamente como mero epifenómeno de una sustancialidad productiva. Y por la otra, lanza la categoría de «sobredeterminación», por la cual si bien se respetaba el marco general de una contradicción entre fuerzas productivas y relaciones de producción encarnada en la lucha de dos clases antagónicas, esta se desplegaba en una múltiple y heteróclita acumulación de contradicciones específicas no reductibles al plano exclusivamente económico.

En similar dirección, poco después uno de sus principales seguidores (Alain Badiou) da un paso más y propone distinguir «lo determinante» de «lo dominante». Esto es, si bien es cierto que la producción material se conserva como fundamento vertebral del movimiento histórico, bien puede ocurrir que en cada época el principio en apariencia decisivo para la estructuración del tejido social sea otro (por ejemplo el nivel ideológico en algunas sociedades primitivas).

Juan Domingo Perón, nunca pareció atraído por las obras antedichas, pero si conocía al dedillo el «Martín Fierro» de José Hernández. Del cual sin dudas heredó la capacidad de entroncar su aquilatada preparación con una retórica sentenciosa alimentada del refranero popular. Su noción de apotegma va en esa dirección, pues lo que procura todo el tiempo es predicar verdades trascendentes en formato accesible y con simplicidad pedagógica.

«El que nace barrigón es al ñudo que lo fajen», dice en un momento el personaje de Hernández, dictaminando hasta qué punto ciertas insalvables restricciones limitan la voluntad autónoma de los hombres. Perón, con similar talante, también se pronuncia a su turno sobre aquellos temas que impregnaron al marxismo. «La víscera más sensible del hombre es el bolsillo».

Este breve ejercicio de arqueología de las ideas interesa por estos días, cuando se aproximan en la Argentina elecciones legislativas de medio término. Se juzgará en ellas el desempeño mostrado hasta aquí por el macrismo, que por cierto en el terreno económico‑social ha ocasionado un verdadero desquicio con escasos precedentes. Recesión, inflación por las nubes, aumento del desempleo, pérdida del poder adquisitivo del salario, crecimiento de la pobreza y la desigualdad, aumento desorbitado del endeudamiento externo y recorte pronunciado en las prestaciones sociales.

Frente a esa tangible escenario, algunos segmentos opositores pendulan en un doble error. O bien se muestran demasiado confiados en que esos ominosos números alcancen para pulverizar a Cambiemos, o bien se fastidian cuando perciben que el Presidente Macri conserva en tan poco alentador contexto niveles aceptables de simpatía popular.

Son en alguna medida los mismos que al perder las elecciones del 2015 comentaban ofuscados que el pueblo había votado «en contra de sus intereses». Desatino analítico que se origina en suponer que esos intereses permanecen como entidades inmutables y transhistóricas, y que los sujetos que supuestamente no los advierten como propios son un conjunto de conciencias desvalidas incapaces de elaborar sus cambiantes y legítimas preferencias.

La insondable complejidad de la historia ya nos ha prevenido en más de una ocasión sobre los riesgos de este reduccionismo. En política nunca rige el universalismo de un fundamento invariable y los ciudadanos no son únicamente una barriga que aspira a ser saciada. Pesan en su decisión las frustraciones acumuladas, el horizonte de expectativas, los clivajes éticos y culturales de las comunidades a las que inescindiblemente pertenecen y, claro, también la perspicacia y el talento de los dirigentes políticos que aspiran a reparar sus sufrimientos.

Señalamientos a tener en cuenta, a la hora de una campaña que no puede contentarse en puntualizar los numerosos males que sin dudas le ha hecho al país el macrismo en estos dieciocho meses de gobierno.

Fuente: página 12