El virus más jodido de todos

Hace siete días, en este espacio, prevenimos lo que ahora reforzamos: uno se siente demasiado pequeño, pudoroso, en su estatura intelectual, para verter opinión en un momento que parece ser de crisis civilizatoria.

Hace siete días, en este espacio, prevenimos lo que ahora reforzamos: uno se siente demasiado pequeño, pudoroso, en su estatura intelectual, para verter opinión en un momento que parece ser de crisis civilizatoria.

Un desconcierto tan gigantesco merece respeto. Pero, así sea apenas en modo de pregunta, vale animarse a unos conceptos. Provoquémonos. Lo que enferma es el virus. Ciertos interrogantes y afirmaciones no contaminan a nadie, aunque la Organización Mundial de la Salud recomienda no sobrecargarse de información y lo bien que hace. Igual que el Ministerio de Salud y la Secretaría de Medios cuando sugieren “evitar titulares e imágenes de alto impacto, musicalización y sonidos de catástrofes”.

Como si no alcanzara con el miedo y pánico desperdigados, siguen metiendo “alerta” y estridencias tétricas, de base narrativa permanente, a cuanta noticia trascendente o estúpida ande dando vueltas. Da lo mismo Italia parando sus fábricas que Oriana Sabatini contando los síntomas que tuvo y lo bárbaro que se siente.

El colega Eduardo Febbro despachó desde París, para PáginaI12, una crónica en la que dice que el futuro mutó hacia un territorio abstracto, que la interminable hilera de andenes vacíos es una función permanente de la pornografía consumista e inútil del liberalismo, que al fin vemos su realidad artificial y pueril, que ya no cabe el maquillaje o la tentación. Y que las publicidades gigantes de los afiches venden a la nada un montón de objetos y servicios que (ya) nadie puede comprar.

Al ser tiempo de urgencia en los cuidados personales y colectivos, transita poco pensar en el después. Disparadores como los señalados por Febbro son una de las no tantas invitaciones a imaginar que, cuando se extinga la pandemia, tal vez hayamos aprendido que la (buena) vida está en otra parte. Quizá hayamos digerido que el neoliberalismo, y sus meritócratas, y su estímulo al consumismo desencajado, y la destrucción de las políticas de Estado que regulan los desequilibrios sociales, redujeron las perspectivas de progreso mejor administrado.

Uno, sin embargo, teme –acerca de la salida de esta peste que la humanidad superará como ya lo hizo con otras, cuando el conocimiento científico era infinitamente menor– la probabilidad de que salgamos de ésta habiendo aprendido poquito.

Eso no quiere decir que deje de ser una oportunidad, magnífica, que los sectores progresistas más significativos de la(s) sociedad(es) deberían usufructuar.

Por lo pronto, están expuestos los límites de un orden económico y tecnológico que profundiza las desigualdades, como Ricardo Forster lo reseñó en forma estupenda, en la nota que también el viernes publicó este diario.

Porque hay algo que igualó. “Igualdad ante la expansión viral que no sabe de diferencias ideológicas ni reconoce aduanas que discriminan entre ciudadanos del primer mundo y miserables indocumentados que se ahogan en el Mediterráneo. Miedo en la Italia opulenta del Norte; miedo en una barriada de migrantes napolitana; miedo en la Alemania de Merkel que comienza a revisar su “ortodoxia fiscal”; miedo en una España demasiado inclinada al consumismo; miedo en la pujante Seúl que a través del cine nos muestra la realidad de la desigualdad; miedo en los aviones abarrotados de turistas que regresan apresurados a sus países de origen antes que se cierren todas las fronteras; miedo en lujosos transatlánticos cuyos pasajeros descubren, azorados aunque conservando sus privilegios de primera clase, lo que significa convertirse en paria y que ningún puerto los acepte. El miedo nos ha vuelto más iguales y, por esas extrañas vicisitudes de la historia, nos abre la posibilidad de repensar nuestro modo de vivir. Una oportunidad en medio de la noche y la incertidumbre”.

Cómo no preguntarse, tal lo hace Ricardo, “¿quién nos protege ahora que el Estado ha sido jibarizado con la anuencia de los mismos que hoy le exigen a los gobernantes que se hagan cargo de subsanar lo que ellos desarticularon? ¿Qué decirle a una sociedad que se creyó la buenaventuranza del mercado y sus oportunidades, la meritocracia y sus pirámides construidas por el `esfuerzo individual y la competencia de los mejores´, un capitalismo que sólo prometía la multiplicación infinita del consumo mientras se dañaba irreversiblemente a la biosfera? ¿Cómo salir de un narcisismo todoterreno que se instaló en nuestras interioridades para descubrir que en soledad no llegamos a ningún lado? ¿Cómo reparar almas devoradas por el cuentapropismo moral que hizo de cada individuo una suerte de mónada autosuficiente? Preguntas que, quizás, iluminen con una luz distinta en medio de la noche viral. Dialéctica de una tragedia que nos recuerda, muy de vez en cuando, que ‘allí donde crece el peligro también nace lo que salva’ (…) Un día cualquiera descubrimos que las máscaras se caen y que las consecuencias de la mentira asumen el rostro del abandono, la intemperie y la incapacidad de enfrentar la llegada de la peste. De Nuevo y sin hacerse cargo de nada, se alzan las voces que antes pedían menos Estado y que ahora demandan que el estado los salve”.

Estamos obligados a pegar un volantazo, advierte Forster.

El tema es si seremos conscientes de que estamos obligados, y eso conlleva tomar nota del tipo de solidaridad que se requiere.

Es decir: no sólo se trata de hacerse grandes planteos ideológicos, sino de una práctica que por fin nos rescate de arrebatos enanofascistas, xenófobos, discriminadores. Que nos rescate del egoísmo social. Porque, ¿qué hacemos ahora con aquello del miedo al otro? ¿Qué otro? ¿Alguien no se dio cuenta, todavía, de que estamos todos en el mismo barco?

No debemos dejar de interrogarnos sobre los barrios de la pobreza, la miseria, el hacinamiento. No es demagogia, no es sensiblería barata. Es cambiar la cabeza justamente para salvarnos.

Tenemos el mejor liderazgo político y el mejor gobierno nacional que podían tocarnos en circunstancias como éstas. Alberto Fernández transmite seguridad, severidad, protección. Puede que no sea la instancia adecuada para subrayarlo, pero igual repitámoslo porque, en el fárrago del desconcierto y el temor, hay perdidas unas buenas noticias, o registros: ¿se imaginan lo que hubiera sido esto con el gobierno anterior? Punto. Es sólo para anotarlo.

Personalizo directamente: que me disculpen pero yo siento que la responsabilidad y solidaridad a que se convoca, y a la que nos convocamos, tiene preeminencia de una lógica exclusivamente clasemediera. Y eso no es (mal) atributo del Gobierno, que está preocupándose y ocupándose de lo que pueda suceder en las barriadas inmensas del fondo del pozo, que estipuló precios máximos en productos básicos, que avisa que será inflexible con los avivados del tamaño que fueren, que en medio de una economía devastada ha lanzado medidas protectoras para las pymes y para los monotributistas. Siempre podrá hacerse muchísimo más, pero lo que se hace no es lo de menos.

Lo que decimos es que el cambio de cabeza atañe a que responsabilidad y solidaridad no pueden concluir en quedarse en casa, en lavarse las manos a cada rato con agua y jabón, en mantener metro y pico de distancia con “el otro”, en saludarse con el codo, en salir al balcón para putear a los imbéciles que andan por la calle como si nada.

¿Dónde están los medios con recursos suficientes, que no ponen sus cámaras en los conurbanos de las grandes ciudades, en las sedes de las aglomeraciones sin chance de distanciarse físicamente, en las notas a quienes viven del día a día pidiendo una moneda en los semáforos? ¿Quiénes les preguntan a cuáles funcionarios sobre la derivación alimentaria y sanitaria de los que no están en emergencia, sino que viven en ella? ¿Por qué piensan que se insinúa la probabilidad de estado de sitio? ¿Porque los delivery no darían abasto? ¿Por sacar al perro varias cuadras en vez de hasta el árbol inmediato?

Solidaridad, no demos más vueltas, es también entender que se terminó hablar de estos negros de mierda, del cáncer del gasto público, del populismo como el eje de todos los males, de los ciudadanos que pagamos impuestos para mantener vagos.

A ver, ahora, dónde están los que se quejan de las mallas de contención social tejidas desde la crisis del 2001. Dónde están, con qué cara, los que militan en el odio a los piquetes choriplaneros del punterismo barrial. Hay unos pobres en el recibidor, como cantaba el Serrat que nos gustaba a todos. ¿Quién los atiende?

Solidaridad es comprender que si no hay un Estado fuerte se salvarán pocos. No del virus. De la pelotudez de creerse que la salvación es individual, departamentera, de tener alcohol en gel.

Como queda demostrado, no hay ningún virus más jodido que ése.

Por Eduardo Aliverti

Fuente: Página 12