Elogio de la protesta, el piquete y la convivencia

El nuevo gobierno ha cumplido su primer mes –que parece mucho más, por la cantidad de decisiones y restauraciones– y el balance es sin dudas positivo.

El nuevo gobierno ha cumplido su primer mes –que parece mucho más, por la cantidad de decisiones y restauraciones– y el balance es sin dudas positivo. La amplia variedad de medidas de carácter social (alimentario y de salud, primordialmente, así como varios congelamientos tarifarios) da lugar al saludable restablecimiento de la confianza popular. Todo esto es obvio, pero hay que puntualizarlo porque las fuerzas del mal –de algún modo hay que llamar a la mentira, la ignorancia, el resentimiento, el odio y la negación sistemática alentadas por el perverso sistema mentimediático que enferma a la república– no dan tregua ni la van a dar, y entonces no hay razones para no llamarlas así.

Las amenazas explícitas e implícitas por parte de la ahora oposición, la ceguera racista de sectores medios-altos de la porteñidad más cerril, y las jaurías de tuiteros enfermos, odiadores profesionales y tontos de la lengua son sin dudas eficaces en su misión corrosiva. Simplemente por reproducir lo que los medios canallas instalan –y que sólo unos pocos como Página/12 exponen y desnudan–, estos ignorantes y casi iletrados monigotes de arena se sienten triunfantes en sus amenazas. Y con esto también hay que convivir, y aunque no es fácil es tan necesario como es urgente.

Lo anterior viene a cuento de esa forma de protesta que se instaló en la Argentina hace ya muchos años: la ocupación del espacio público, la veda unilateral del cruce de puentes y avenidas, el apoderamiento de carreteras y entradas a pueblos y ciudades, y, en fin, ese largo repertorio de impedimentos a la libre circulación que funcionan como eficaces modos de llamar la atención (eficaces desde el punto de vista de sus dirigencias) y que, digámoslo, buscan condicionar al poder o mejor dicho a los personeros que representan al poder.

De donde fastidiar al prójimo, en esencia, consigue una especie de doble triunfo: alcanzar los objetivos que por derechos, razones o diálogos no se consiguen, y de paso instalar en el humor social (el mal humor, desde luego) las reivindicaciones sectoriales como protagonistas de toda agenda colectiva.

Es claro que también hay que decir, y de una vez, que las estrategias piqueteras son, como cualesquiera otras, simples modos de exigir atención a las demandas del sector que se instala en determinado espacio público. Demandas e instalaciones, ciertamente, que son muchas y muchas veces justificadas, al menos en este país en el que esas acciones –piquetes, barricadas, pintadas, copamientos– siempre son explicables, entendibles y hasta, algunas, razonables.

El problema es que siempre –más allá de cualquier consideración justificatoria– inexorablemente generan reacciones de clase que son feroces, agresivas, reaccionarias y casi siempre contraproducentes. Está visto y archiprobado que no siempre llaman la atención de quienes debieran responder a las demandas, sino los de la población en general (transeúntes, pasajeros) cuyos ánimos se exacerban porque se sienten los verdaderamente castigados.

Así, los piquetes resultan –para peatones, taxistas y quienes muchas veces hacen larguísimas e inhumanas colas a la intemperie– verdaderas usinas involuntarias de fascismo. Y de puro y duro racismo, sembradíos de rencor social, de ignorancia y necedad a lo bestia, que son los sentimientos predominantes en la inmensa mayoría de los espectadores, testigos y obviamente víctimas inesperadas de los piquetes.

Y en cambio, paradójicamente, quienes podrían y deberían dar las respuestas que piqueteros y protestantes reclaman, en realidad muchas veces ni se enteran, abroquelados en oficinas seguramente provistas de café, mates, acondicionadores de aire y ventanas cerradas que neutralizan las protestas de la calle. Y ni se diga cuando los piquetes cortan rutas, con cubiertas y gomas en llamas, mientras largas colas de automóviles, camiones y colectivos se la bancan porque, en esencia, sienten temor a posibles agresiones de exaltados que casi nunca faltan en las protestas callejeras o ruteras.

Es claro que estos apuntes –escritos también para tontos, necios o malinterpretantes que pudieran pensar, o creer, que este texto condena las protestas– se proponen solamente llamar la atención hacia lo que es obvio: la cuestión no es debatir si la institución piquete está bien o está mal; ni se trata de desautorizar o desvirtuar protesta alguna, que siempre son legítimas si encarnan auténticas demandas populares, sociales, de los vulnerables de toda sociedad que suelen estar llenos del único resentimiento entendible en una democracia.

Eso no es aquí el tema de análisis. Pero sí lo es –y esta nota propone discutirlo– la inutilidad de ciertas protestas cuyo más poderoso resultado suele ser generar ideas, palabras y actitudes fascistas en los circundantes, y/o respuestas autoritarias. Todas las cuales, contrariamente a lo que se intenta y busca, sólo bolsonarizan a cualquier comunidad.

Bueno sería empezar a pensar que toda legítima y justificada protesta merece, a la hora de organizarse, un poco de imaginación como para lograr objetivos sin derechizar a la sociedad.

Esta nota, es obvio, no propone solución al problema de las formas de la protesta social en la Argentina. De hecho confiesa que no la tiene. Pero sí tiene el convencimiento de que toda solución, para cualquier asunto y en todo el vasto y conflictivo territorio nacional, bien podrá encontrarse a partir de la duda, el razonamiento y la imaginación. Seguramente desde allí la protesta en general, y el piquete en particular, serán realmente exitosos y eludirán el odioso karma de ser generadores involuntarios de sentimientos fascistas en la población. Que ya suficiente tiene con la prédica miserable de mentimedios y monigotes televisivos.

Por Mempo Giardinelli

Fuente: Página 12