Las palabras y las guerras

La tesis es tan simple y lógica como brillante: los sectores retardatarios que hoy llamamos neoliberales y que siempre fueron oligárquicos, antiperonistas y anti toda forma de conducción igualitarista del Estado y de todo intento redistributivo y de justicia social, siempre fueron en su esencia violentos.

La tesis es tan simple y lógica como brillante: los sectores retardatarios que hoy llamamos neoliberales y que siempre fueron oligárquicos, antiperonistas y anti toda forma de conducción igualitarista del Estado y de todo intento redistributivo y de justicia social, siempre fueron en su esencia violentos. Y cada vez que estuvieron en el poder político, siempre recurrieron a la violencia estatal como forma de sometimiento de las clases mayoritarias, trabajadores rurales, urbanos y demás. Y su instrumento clásico fue la intervención del Ejército, las fuerzas armadas y las policiales en general, partiendo siempre de la retrógrada idea de que los sectores populares, mayoritarios en todas las sociedades, eran, y son, incorregibles.

Así se pensó y se dijo por décadas del peronismo, y antes, de quienes militaban otras ideas heterodoxas, que hoy podrían llamarse antiestablisment. Desde ese simple binarismo, llegan siempre a la conclusión de que no hay solución ni paz aristocrática posible con los sectores antioligárquicos, inexorablemente indomesticables para el paladar empresarial, bancario y de las finanzas internacionales concentradas, por lo que para ellos y ellas la solución fue siempre reprimirlos, encarcelarlos, torturarlos, expulsarlos, o directamente eliminarlos.

Esa fue la idea básica y fundacional de la llamada «guerra sucia», conjunción lingüística que parte de aceptar un absurdo oxímoron, pues una guerra limpia es imposible y sería obvio explicarlo. No obstante lo cual, y ayudada por la atractiva expresión anglófila «dirty war», ese concepto se universalizó y hasta hoy tiene vigencia en muchos países.

En un artículo imperdible, el escritor y periodista Marcelo Figueras acaba de aportar, en este sentido, una riquísima explicación a la tragedia contemporánea argentina: «Los militares que ponían la cara en nombre del poder se sentían en efecto en guerra, y guerra sucia, porque no eran guerras convencionales como la sociedad veía en películas y literatura». Y añade: «La explicación era simple: como el enemigo era interno e informal, adoptando los modos subrepticios de la guerrilla, no había modo –decían– de combatirlo a plena luz, siguiendo las reglas internacionales para la guerra». De donde la supuesta imposibilidad de enfrentar «al enemigo» de manera limpia, o sea con la ley en la mano, en ese tipo de guerra «para reducir a un adversario oscuro era necesario emplear métodos tenebrosos».

Lo que es indudable es que, y al menos en la Argentina, nunca hemos estado exentos de un estado bélico interno, implícito y constante. Siempre negado, claro está, o disimulado por dirigencias y medios como los que ahora forman el sistema empresarial antiperiodístico y mentimediático. La tesis de Figueras presupone, con acierto, que la desproporción nunca fue freno para la bestialidad que la oligarquía –hoy neoliberalismo– mostró por décadas.

Esa virulencia fue explícita y generalizada cada vez que fueron gobierno y además de reprimir, y para ello, se dedicaron a inmensurables latrocinios y matazones. Incluso en la última experiencia, y como suele suceder desde hace siglos con los gobiernos autocráticos, eso fue el gobierno de Macri, con casos emblemáticos como los asesinatos de Santiago Maldonado y Rafael Nahuel, y la infame «doctrina» Chocobar.

Así fue la historia argentina de casi todo el siglo 20 y aún antes. Y en tiempos modernos, por llamarlos chaplinescamente, así se comportó siempre la oligarquía fascista, incluso desde antes de que el peronismo a partir de 1946 empezara la gestación de un país más distributivo y justo, con sentido de soberanía nacional y justicia social. Fue precisamente eso lo que convirtió al pueblo argentino, sobre todo a las clases menos favorecidas, en potencial enemigo y, por sus reclamos, en sospechosas de sedición. No había más que aplastarlos, exterminarlos, y ahí está como muestra horrorosa el paroxismo que fue el genocidio del último período militar que soportamos.

Consciente de que precisar el vocablo «fascismo» convoca a discusiones a veces interminables y casi siempre inútiles, esta columna considera interesante ligar la violencia del permanente estado de «guerra sucia» interna con el vendaval de fascismo que hoy mismo en la sociedad argentina está vivo y coleando, y es temible no por sus ideas, que son más bien de segunda, sino por la violencia que le es inherente. Ahí radica su peligrosidad para toda colectividad humana. Y es ese peligro lo que lo hace condenable. Porque además nos condena a vivir alertas, en vigilia permanente. Sin admitir, ni permitirnos, un minuto de descuido.

Y añádase que es menester vivir alerta porque el fascista siente vergüenza de serlo. De hecho la gran mayoría de ellos lo niega, y ni se diga el proto-fascismo que es tan común en estos tiempos en Francia, España, en Inglaterra, en los Estados Unidos como acabamos de verlo y en Brasil donde es gobierno.

Es claro que son muy pocos los que admiten su naturaleza. Saben que el vocablo tiene pésima reputación; entonces eluden declararse tales aunque no saben no proceder como fascistas. Pero sí sienten y se resienten, sí actúan y es conjeturable que algunos hasta han de espantarse de ellos mismos. Dicho sea sin ilusión alguna.

El fascismo representa todo lo antagónico y deleznable de la vida en sociedad: autoritarismo, machismo, misoginia, intolerancia, amenazas, incapacidad de debatir ideas serenamente. Violencia, en una palabra.

Ahí tenemos, aquí y ahora y como emblema, a esa mujer de origen burguesísimo, portadora de rancios apellidos de estirpe antinacional: Bullrich, Luro, Pueyrredón. Que en sí mismos, como cualquier apellido, no son ni buenos ni malos, pero que en su conjunción y en este país, y a la luz de nuestra historia trágica, tremenda, sangrienta y cínica como pocas historias americanas, bueno, hoy uno la ve actuar y decir y es claro que con ella no caben descuidos y hay que permanecer alertas, atentos y vigilantes como mandaba el General, porque si eso no es fascismo, el fascismo dónde está.

Y es que las palabras nombran, y el nombrar bien ayuda a no caer en descuidos que violentan, destruyen y matan. Y palabras, sostenemos, que al definir y perfeccionar ideas y acciones, ayudan a entender paisajes humanos. Como sucede con dos conceptos hoy devenidos en recursos políticos típicamente fascistas y que, a juicio de esta columna, urge precisar. Por un lado el hoy llamado lawfare, vocablo inglés creado para referirse a todo ataque jurídico basado en la utilización indebida y perversa de procedimientos formalmente legales pero sólo para dar apariencia de legalidad a tales ataques.

Y el otro es el vocablo hidrovía, con el que se ha renombrado al río Paraná, patria esencial de 10 millones de argentinos/as que hoy mayoritariamente ignoran que ese cambio perverso oculta la renuncia a la soberanía nacional sobre el río más importante que tenemos y uno de los cinco más caudalosos del mundo.

El despalabramiento también es una vieja costumbre oligárquica y fascista. Porque mentir es malicioso siempre, y es un típico recurso autoritario.

Por Mempo Giardinelli

Fuente: Página 12