Los Molles, un poblado y cinco familias que se resisten al olvido

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A 25 kilómetros de Cabrera y Deheza un puñado de vecinos sigue manteniendo con vida a este paraje. Una escuela rural, la iglesia, el club y la proveeduría, son los lugares de encuentro de los habitantes

El silencio que abraza el poblado sólo es interrumpido por una camioneta que aparece en medio de la polvorienta  calle principal del hoy paraje Los Molles.

Ubicado a unos 25 kilómetros de General Cabrera y General Deheza, solía ser este lugar un pueblo que avizoraba un futuro prometedor con una gran colonia productiva a su alrededor. Pero el crecimiento de otras comunidades a pocos kilómetros aletargaron su progreso y hoy son cinco las familias que se resisten a abandonar su terruño.

Apostados en las mesas del único lugar de reunión, ocupando exactamente cada uno su lugar, llegan los pocos parroquianos hasta el bar del club, donde se repite el sagrado escenario de “tomar la vuelta”,  se reproducen historias cotidianas, se analiza en profundidad la falta de lluvias y hasta se anuncian con detalles los próximos eventos masivos del paraje: la cena anual de la Capilla, la Fiesta del Pejerrey, la noche del Chori chopp y la cena aniversario del Club Cooperativista Puente Los Molles.

Hugo Pistone, uno de los habitantes típicos de este paraje, saca pecho y junto a su mujer, sonríen para la foto de PUNTAL en el inicio del histórico puente a pesar de que la temperatura sin piedad entre tanta tierra y polvo suelto en la superficie supera los 32º.

“Quedan unas cinco familias – relata tranquilo Pistone -,  hay apellidos históricos y pocos quedamos en Los Molles, como Verra, Costamagna, Buffa, Oviedo. Quienes son más jóvenes van buscando nuevos rumbos y quedamos los viejos”, agrega nuestro personaje, que tiene tres hijos, dos de ellos ligados directamente al campo y tan comprometidos en esta historia como su padre.

Este poblado ocupó páginas completas en PUNTAL y otros medios, cuando un grupo de vecinos de la zona rural reclamaban por la construcción del puente, tras la caída del único paso que los comunicaba con el otro lado de Los Molles, donde justamente se encuentra la escuela primaria.

En pleno invierno, y con el agua casi congelada, a finales de los ‘90 un grupo de niños cruzaba descalzo para no perder clases. El desesperado pedido de sus padres finalmente fue oído por el entonces gobernador  Ramón Mestre, quien construyó el puente.

Los pocos que quedan

“Pasan las generaciones y quedan pocas familias –agrega el vecino-. Muchos vuelven para las fiestas especiales que tenemos durante el año, para nosotros ‘El Molle’ (tal como llaman al paraje) es lo que amamos y aquí seguiremos, trabajando, haciendo mejoras en el club, la capilla y esperando que llegue algún vecino para tomar la vuelta y charlar un rato, así es nuestra vida”.

Pistone recuerda que también en una de estas fiestas, “El baile de la clase” conoció a su esposa con la que se casó hace 34 años, cursando la primaria sus tres hijos en la única escuelita del lugar “Doctor Arturo Capdevilla” que con sus seis alumnos sigue resistiendo al paso del tiempo y al temor de años anteriores de un posible cierre.

“Siempre tuvo vaivenes la cantidad de habitantes del “Molle” – clara Pistone -, disfrutamos mucho de poder reunirnos y seguir recordando historias y anécdotas. Somos un pueblo muy chico en el que nos conocemos todos y nos ponemos a conversar cada vez que nos encontramos”, agrega.

La cordialidad y la atención sin apuros es cortesía diaria de quienes eligieron este paraje para vivir, donde la Cooperativa Cotagro mantiene la única proveeduría del lugar: centro de reunión permanente y causa mayor de ruptura del silencio que impera en cada rincón hasta que algún vehículo desandando el camino que llega desde el Puente, se arrima hasta el salón o el supermercado.

De puentes y crecientes

Hugo recuerda haber sufrido “cuando una creciente del Tegua se llevó el puente y quedamos incomunicados por meses, hasta que se colocó un puente militar de madera, que también se lo llevó otra corriente, meses después. Entre varios productores pusimos maderas en un vado y así podíamos pasar, en días de mucha lluvia teníamos que hacer muchos kilómetros de más para poder llegar al pueblo”.

“Recuerdo con mucha alegría el día en que se construyó el nuevo puente y qué decir cuando se inauguró la ruta provincial E-90, allí sí terminamos de sufrir para poder llegar a Cabrera o Gigena. Nos cambió la vida, a pesar que muchas familias optaron por irse del pueblo, algunos nos quedamos y seguimos acá” agrega.

Mientras Hugo invita una segunda vuelta y pregunta cuándo irá a llover, otro parroquiano se aproxima sin invitación a la mesa, escasamente un niño de cuarto grado regresa sin riesgos a su casa, distante sólo algunos metros de su escuela. Y otra camioneta sacude el polvo en la única calle céntrica que enmarca el paraje y todo vuelve a quedar en silencio, hasta la próxima vuelta.

Fuente: Puntal