Polarización versus gobernabilidad
La elección presidencial en Perú exhibe un grado extremo de polarización. El presidente electo Pedro Castillo golea en las zonas rurales y el interior. Se sustenta en los estratos sociales más humildes.
11/06/2021 OPINIÓNLa elección presidencial en Perú exhibe un grado extremo de polarización. El presidente electo Pedro Castillo golea en las zonas rurales y el interior. Se sustenta en los estratos sociales más humildes. La antagonista Keiko Fujimori es tan potente en Lima cuan débil en la sierra. Las diferencias ideológicas son tan significativas como las clasistas y las regionales.
Vale la pena releer “La ciudad y los perros” de Mario Vargas Llosa para recordar que las asimetrías son añejas. La peculiaridad finca en el modo de traducción política, con escasas mediaciones o acercamientos. Imposible el empate en elecciones presidenciales pero la definición llega con diferencias exiguas, onda definición por penales.
Perú suma un caso de sistemas políticos partido en dos, casi al medio, sesgo que se reitera en numerosas comarcas. Tanta equivalencia sorprendió en el Brexit o en la Consulta electoral colombiana sobre el acuerdo de Paz. Claro que los referéndums o plebiscitos son binarios por definición. Novedosos fueron la extrema paridad y el consenso que acumularon los conservadores o reaccionarios que ganaron contra casi todas las predicciones.
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El presidente estadounidense Joe Biden pertenece al establishment político de su país. Ejerció cargos públicos durante buena parte de su prolongada existencia. Es uno de esos hombres “de Washington” repudiados por gente común que aborrece a “los políticos”, por minorías que reivindican localismos y racismos con un discurso antidemocrático.
Biden llegó a la Casa Blanca comandando una coalición amplia, que contiene a grupos más progresistas, feministas y (quién le dice) izquierdistas… dentro del particular espectro de la cultura yanqui, claro. En circunstancias ordinarias parecería difícil la existencia de alta polarización contra Biden. Pero la hay. El expresidente Donald Trump la hizo posible. O necesaria. El magnate polariza de pálpito porque a su derecha no queda ni la pared. Aislacionista al extremo de haberse apartado de la Organización Mundial de la Salud, negacionista respecto de la pandemia, xenófobo, machista, violento. Violador de reglas básicas del juego como es reconocer la derrota electoral. Con seguidores que lo idolatran capaces de tomar de prepo la Casa Blanca haciendo alarde de idiosincrasia.
Al diferenciarse, al plantear metas racionales de política doméstica como la campaña de vacunación o medidas económicas redistributivas, Biden se coloca a la izquierda, aunque desde estas pampas nos resulte extraño o aún paródico.
El cuadro, de nuevo, se complementa, con paridad de fuerzas que le complican la vida a Biden. Igualdad estricta en el Senado, (cincuenta demócratas- cincuenta republicanos) que fuerza el desempate de la vicepresidenta Kamala Harris, una entre tantos dirigentes demócratas menos conservadoras que Biden. La intervención de la vice se complica en el día a día. Con un agravante que dificulta el arranque de la nueva administración. En Estados Unidos, a diferencia de nuestro país, muchos cargos en el Ejecutivo necesitan acuerdo del Senado. Muñequearlo vez por vez es trabajoso, tanto así que todavía hay vacantes en primeras líneas del equipo de Biden, incluso en dos que interesan mucho a la Casa Rosada, al Ministerio de Economía y a la Cancillería el Departamento de Estado y el Departamento del Tesoro.
La fragmentación en la mayor potencia del planeta carece del sesgo clasista notorio en el Perú. Trump recoge adhesiones en estratos medios bajos o directamente populares. Biden imantó votos policlasistas. Aliadas y aliados de su coalición le posibilitaron el apoyo de minorías. El presidente también prevalece entre los ciudadanos con mayor trayectoria educativa, en numerosas elites.
¿ Y por casa cómo andamos?
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El primer peronismo cambió la historia, reconoció o creó derechos, construyó una fuerza política plebeya, desafiante. Alteró la ecuación de poder en las urnas, en las empresas, en el campo, creó derechos laborales, institucionalizó conquistas. Redistribuyó ingresos, autoridad, autoestima.
Sin justificar el odio –ni mucho menos el modo sanguinario y las proscripciones en que derivó—tal vez se puede convenir que reconocía una base material y simbólica. Mucho se redistribuyó en nuestra patria “en la época de Perón”.
El odio anti kirchnerista no se corresponde con cambios tan radicales. Se produjeron transformaciones, se crearon o ampliaron derechos pero sin la profundidad del primer peronismo. La expresidenta Cristina Fernández de Kirchner dio en la tecla cuando recriminó a la vanguardia opositora (el poder económico) “habérsela llevado con pala”. Así fue… pero trepó el furor, sobre todo durante los dos mandatos de Cristina.
Los detonantes o agravantes fueron el conflicto con “el campo” y la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual. Dos normas democráticas, la segunda elaborada en base a una concepción anti trust, típica de capitalismos avanzados. Las retenciones móviles eran apenas un cambio de alícuota, pésimamente implementado y gestionado de modo espantoso.
Con logros y avances únicos en la recuperación democrática, el kirchnerismo estaba lejos de ser una revolución, una instancia de la luchas de clases, el fin del capitalismo concentrado en la Argentina. La derecha argentina sin embargo, está en pie de guerra. Como Trump o Bolsonaro, sintoniza con aires de época.
Jaquea al sistema democrático una fuerza que aplicó a mansalva la doctrina Irurzun para encarcelar sin condena a dirigentes de partidos adversarios, por primera vez desde 1983. Con dirigentes que endiosan y premian a policías o prefectos que matan gente por la espalda. O con una referente que acusó ante tribunales penales a quienes traían vacunas Sputnik… Los ejemplos pueden multiplicarse, son una muestra apenas.
A riesgo de repetirnos: no hablamos de igualdad entre Perú, Estados Unidos y Argentina. Sí de una amenaza a la gobernabilidad expandida en el mundo. Que envicia el debate democrático con tremendismo e intolerancia. Que dificulta, acá y ahora, interpelar a millones de argentinos aturdidos por la gritería, que necesitan políticas públicas para atravesar un estadio histórico atroz. Qué fomenta la intransigencia, que despolitiza, que promueve el repliegue al individualismo,
El desafío para el oficialismo argentino es no dejarse enredar en una pelea binaria contra un rival irresponsable. Comprender que su misión es gobernar, convocar a sectores ciudadanos que necesitan del Estado para sobrevivir o levantar cabeza. Encontrar mecanismos de gestión y aún discursivos para no caer en la celada del maniqueísmo.
Se suele decir que el único enemigo es el virus lo que a este cronista le parece un error, una grosera simplificación. En una de esas se puede decir que un gobierno confronta con la realidad cotidiana, con los problemas de la gente común. Que subsanarlos, paliarlos o resolverlos sin obsesionarse con las polémicas distractivas es uno de sus primeros deberes. Aparte de constituir (opinamos de nuevo) el mejor recurso para avanzar en las elecciones mejorando su posición en el Congreso. El que tiene a mano para construir gobernabilidad, un bien que se está tornando escaso acá y en casi todo el planeta.
Por Mario Wainfeld