Qué hacer frente a la economía popular

El ex vicepresidente Amado Boudou sostuvo hace pocos días que “la economía popular es contraria a la idea del peronismo”. Los especialistas consultados analizan el fenómeno y se meten en la polémica.  

El ex vicepresidente Amado Boudou sostuvo hace pocos días que “la economía popular es contraria a la idea del peronismo”. Los especialistas consultados analizan el fenómeno y se meten en la polémica.

La solución a un dilema
Por Juan Garriga (*)

En los últimos días, el ex vicepresidente Amado Boudou salió a criticar al pre-candidato a presidente de Unión por la Patria Juan Grabois. En dicha crítica hizo mención a la economía popular. Según el economista, la idea de que existan dos economías, atenta contra la movilidad social ascendente, uno de los pilares del movimiento peronista.

La respuesta no tardó en llegar, de parte del también economista Itai Hagman. El mismo aseguró que más de 4 millones de personas trabajan actualmente como cuentapropistas precarios, y que, incluso bajo gobiernos populares, resulta difícil que el mercado formal los absorba. La solución entonces consiste en pelear por su formalización conquistando derechos iguales a los de los trabajadores registrados.

Esta situación plantea un dilema dentro del campo popular: tratar de conseguir que todos los trabajadores cuenten con las mismas condiciones, lo cual parece una utopía, y puede terminar invisibilizando a los trabajadores menos favorecidos, o bien levantar a la economía popular como una opción real para los trabajadores, corriendo el riesgo de ceder derechos laborales que tantos años costó conseguir.

Para encontrar una solución a este dilema, podemos analizar algunos datos duros sobre la situación del empleo en la Argentina: El índice de desocupación se ubicó en 6,9 por ciento en el primer trimestre de 2023, algo por debajo del mismo periodo de 2022, cuando registró un 7 por ciento. A su vez se registró un incremento de la demanda de trabajo y, paralelamente, de la población ocupada. En este sentido podemos decir que la argentina cuenta con un bajo desempleo: durante el gobierno de Macri, osciló entre 7 y 9 por ciento.

Sin embargo, al igual que en 2022, creció el empleo informal en comparación con el empleo registrado. Los asalariados con descuento jubilatorio (es decir con sueldo en blanco) representaban el 47,1 por ciento del total de trabajadores en el primer trimestre de 2022, mientras que en igual periodo de 2023 cayeron al 46,9 por ciento. Por su parte los asalariados sin descuento jubilatorio aumentaron del 26,3 por ciento en 2022 al 27,3 por ciento en 2023. Por otro lado, los cuentapropistas se mantuvieron en un 22 por ciento del total de los trabajadores.

Podemos decir que el empleo se encuentra en un proceso de crecimiento, pero lo que no crece (y de hecho empeora), es la calidad del mismo. Pero este proceso no se puede analizar únicamente por los factores económicos argentinos. El sistema capitalista está ingresando en un nuevo estadio, en el que procesos tecnológicos como la robotización y la inteligencia artificial, hacen crecer fuertemente la productividad por empleado que tienen las empresas. Lógicamente podemos valorar positivamente este aumento de la productividad, tanto para para las empresas como para los trabajadores.

Sin embargo, este proceso puede afectar negativamente a un importante sector de la población. Si la tecnología empieza a reemplazar a los trabajadores, sobre todo a aquellos poco calificados, muchos de ellos pueden quedar fuera del sistema formal. Y esto no sucede necesariamente porque no haya empleo, sino porque los nuevos empleos requieren un nivel de tecnificación que muchas personas no tienen. A la vez se genera una brecha entre los trabajadores más aptos que pueden asociarse con las nuevas tecnologías, y aquellos que no lo pueden hacer.

Sin duda el desafío que nos propone el futuro es doble. Por un lado, siempre es positivo tratar de que todos los trabajadores tengan derechos plenos incorporándose al mercado laboral formal. Sin embargo, dado los cambios que se generan en este mercado a nivel mundial, este objetivo parece alejarse cada vez más. Mientras tanto, es importante dar soluciones a todos aquellos trabajadores que no cuentan con estos derechos, y para el eso el rol del estado es fundamental, por ejemplo, ampliando jubilaciones para aquellos que no hayan aportado, o creando programas sociales que sirvan para capacitar a los trabajadores, por un lado, y a su vez sirvan como un ingreso complementario.

(*) Economista del Departamento de Economía Política del CCC.

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Un emergente social
Por Lucas Spinosa (**)

El trabajo es una de las principales acciones de los seres humanos, y en todos los modelos de organización social, ha sido facilitador de lo necesario para la vida, garantizando también el curso de la historia. Esta capacidad de los seres humanos es un proceso reflexivo, creativo, donde intervienen la invención y la cooperación entre personas y objetos del mundo que nos rodea. Sin embargo, es a partir de la consolidación del sistema capitalista que, a la acción de trabajar, le incorporamos una relación particular, una categoría histórica, que es la relación salarial.

Este tipo de relación es el emergente de un proceso de transformación radical de la sociedad, en el cual el trabajo cobra centralidad en tanto es considerado una mercancía que se puede comprar, vender y capaz de generar valor. La sociedad moderna se consolidó sobre esta categoría como el principal ordenador social. Si bien fue el modelo hegemónico a escala global, no se extendió de la misma forma en todos los países, y solo algunos, que adquirieron un rol predominante en el sistema capitalista, fueron los que experimentaron una sociedad donde trabajo o empleo eran sinónimo de relación salarial. Lo cierto es que en base a esto se consolidó una mirada que penetró en la sociedad, pero también en las universidades y academias, favoreciendo una definición unívoca de trabajo, y en la que el obrero industrial era protagonista. Pocas cosas por fuera de esa definición podían ser consideradas como trabajo por la sociedad, pero también para las políticas públicas de Estado y los marcos jurídicos.

Por fuera de los países centrales, en nuestra América, la realidad del mundo del trabajo es más heterogénea y desequilibrada, en la que conviven sectores dinámicos con otros atrasados en términos de competitividad capitalista. En el medio toda la paleta de grises. Si bien las estadísticas muestran que hasta la década de 1970 predominó la forma asalariada, ha compartido la centralidad con otras formas no asalariadas, de autogestión, autoempleo, pequeños emprendimientos, que también a lo largo del tiempo dieron sustento a las familias. Numerosos ejemplos tenemos al alcance, lo principal es entender que debemos estar abiertos a una concepción ampliada del trabajo que contemple otras formas no clásicas, sobre todo en nuestras sociedades latinoamericanas donde siempre ha ocupado un lugar importante, pero poco recuperado por las tradiciones teóricas que se dedicaron a estudiar el trabajo, imprimiendo cierta mirada a la acción estatal y a la sociedad.

Desde hace algunos años, diferentes movimientos sociales conceptualizaron este fenómeno, insistiendo en la noción de economía popular como un sistema de relaciones económicas, sociales y de producción que tienen centralidad en las clases populares, y que dan lugar a un nuevo sujeto social. No es nuevo porque no haya habido experiencias previas, sino porque es el emergente de la incapacidad del sistema capitalista en su fase neoliberal de generar una demanda de empleo adecuada para contener a la clase que vive del trabajo.

El trabajo de la economía popular es una nueva forma histórica, que, de manera similar al surgimiento del trabajo industrial, se encuentra en constante tensión con concepciones clásicas y cada vez menos vigentes. No queremos decir que los sectores tradicionales de la economía no sean generadores de empleo, sino que no alcanzan para incluir a todas aquellas personas que demandan un trabajo. Son múltiples los factores que influyen en este fenómeno: la automatización de los procesos productivos, la financiarización de la economía, las nuevas dinámicas familiares y la crisis de los cuidados, la pobreza y exclusión social, entre muchos otros.

Como parte de este fenómeno, y con la discusión planteada por los movimientos sociales, se han desarrollado políticas públicas y sancionado normas, que para la opinión pública pueden resultar asistenciales, pero para los trabajadores de la economía popular son el germen de un sistema de negociación colectiva. La institucionalización del salario social complementario, el otorgamiento de un porcentaje de la obra pública a cooperativas, o la creación del ReNaTEP, son ejemplos de ello y de cómo es posible reconocer derechos a pesar de no transformar las instituciones.

Surge un interrogante; ¿cuál es la discusión, la definición o la necesidad de articular políticas públicas y desarrollar marcos normativos que aseguren que el trabajo de la economía popular sea de calidad, con plenitud de derechos y capacidad de inversión para el incremento de su productividad? Nos inclinamos más en la segunda opción, pues como señaló Juan Domingo Perón en su doctrina peronista, “no puede hablarse de emprender la industrialización del país sin consignar bien claramente que el trabajador ha de estar protegido antes que la máquina o la tarifa aduanera”. Y agregamos, industrialización -o sistema económico productivo- no es sinónimo de un modelo de desarrollo que privilegie el empleo asalariado clásico por sobre otras formas de trabajo no clásico. Sino que debe amalgamar todas las formas en que este se da en nuestra sociedad, acompañando procesos organizativos, garantizando derechos, implementando políticas para que cada sector sea un engranaje de esa gran maquinaria que es la justicia social.

(**) Sociólogo, especialista en estudios del trabajo. Docente FSOC UBA – UNAJ.

Fuente: Página 12