Que no vuelvan

Estos días finales hacia el domingo electoral parecen ser una recta en la que sólo cuentan las graves dificultades del Gobierno.

Estos días finales hacia el domingo electoral parecen ser una recta en la que sólo cuentan las graves dificultades del Gobierno.

Pero no son una recta ni lo que resta hasta las urnas ni, mucho menos, cualquiera de sus derivaciones.

Es un camino sinuoso, plagado de trampas, frente al que absolutamente nadie sabe con certeza dónde concluye.

Podrá ser más envenenado aún si el resultado ratifica o amplía la diferencia numérica de las primarias.

A esta altura y si es por el próximo domingo, ya no hay acciones que el Gobierno pueda ejecutar con efecto eleccionario inmediato.

Desde ya que debe “militarla” con todos los recursos probables, pero no suena lógico que acentuar esa absurda y cambiemita campaña del Sí, ni ir casa por casa en el conurbano (¿con qué aparato y potencia de convicción?), sea lo central.

Más parece tratarse de que “la gente” sienta como real la posibilidad de recuperarse, y que lo traduzca en votos amortiguadores de otra derrota.

Sin embargo, ¿solamente es cuestión de que el oficialismo no ofrece garantías de nada?

¿Todo pasa por sus disidencias o tensiones mal disimuladas? ¿Por no acabar de entenderse qué cosa propone que no sea salir del paso con la inflación, a pesar de que el secretario de Comercio, Roberto Feletti, se muestra como alguien que por fin sí pide la pelota y encara a formadores de precios, laboratorios medicinales y –según trasciende– próximamente a servicios de comunicación?

¿Todo es nada más que la lucha intra-oficial entre “albertistas”, cristinistas, intendentes bonaerenses que ponen la cara pero no el cuerpo, gobernadores del conservadurismo peronista, broncas contra Ella facturadas sin que se note demasiado, esperar ese domingo para barajar y dar de nuevo?

No. Eso, que es cierto o verosímil, no es todo ni por asomo.

“Todo”, entre comillas muy remarcadas, sería que también se advirtiera sobre la nadería y las complicaciones de una oposición sin un solo atisbo de presentar algo mejor a cambio (por “mejor” se entiende un escenario más despejado de incertidumbres, con firmeza propositiva, con liderazgo claro).

Dejemos de lado el regodeo con las canalladas de personajes tan abominables como la comandante Pato, capaz de especular que Cristina se hizo una histerectomía planificada porque las cifras electorales no la ayudan. Y las de Macri, con su quite y pateadura de un micrófono de C5N.

Por las dudas: apartar esas bestialidades no significa abandonar su repudio. Al contrario. Es imprescindible anotarlas porque, si no, se comete el pecado de perder la capacidad de asombro.

Pero en términos de influencia comunicacional y por ende política, priorizar esas actitudes explícitas choca en un sinfín contra el vacunatorio vip, la foto de Olivos y tantos otros flancos del palo propio. Se acaba, entonces, en una dialéctica estéril que apenas es útil para purgarse la bronca entre los núcleos duros de un lado y otro.

La oposición, que goza del desencanto popular con el Gobierno, tiene problemas más graves que las animaladas de Bullrich y Macri (si se estima que pueden afectarla en lo electoral).

Por ejemplo, los mimos entre Milei y el expresidente demuestran, sobre el primero, que no tiene inconveniente alguno con negociar e integrarse a “la casta”. Y, sobre el segundo, que está presto a lo que sea necesario para reintroducirse en el escenario electoral.

Derecha y ultraderecha: consumo para pretendientes analíticos de bajo nivel.

Más luego, el poder real, el de la economía que no compra esos maquillajes de moderados y loquitos, se preocupa porque, si el Gobierno queda más herido de lo que ya está, no hay una dirigencia política que el establishment juzgue “responsable”, “seria”, apta para tripular lo que sucediera si el oficialismo entra en temblores institucionales.

Al revés: acorralado, el peronismo podría reconstituirse en carácter de agredido y lanzarse a la ofensiva.

Sería lo que medios dominantes y otros voceros denominan radicalización.

El expresidente ecuatoriano Rafael Correa, en entrevista de Pedro Briger para la agencia Nodal, afirma que “ganar las elecciones en América Latina no es ganar el poder, porque se tiene un poder muy limitado”.

Está en línea con lo que, hace unos años (21 de septiembre de 2017, en AM750), respondió Cristina Fernández ante la consulta de cuánto de poder real, precisamente, consideraba haber tenido durante sus mandatos.

Un 20 ó 25 por ciento como mucho, dijo literalmente CFK.

Lo agregado por Correa es que ganar elecciones sólo puede servir si es para empezar a construir ese poder real. Y que una forma de hacerlo es, de mínima, limitar privilegios.

¿Hizo esto último el Frente de Todos en los dos años que lleva de gestión, suponiendo que pudiera ignorarse la tragedia pandémica que le tocó y llevó a situarse en postura defensiva?

La respuesta convoca a una discusión bizantina.

Si quiere vérselo desde haber desaprovechado la chance de arreciar contra los actores corporativos, en tiempos iniciales de favor popular, es válido.

Si se lo mira poniéndose en los zapatos de quienes deben gobernar regulando esa silla eléctrica que es este país, también es válido ser más comprensivos (que no indulgentes).

De existir algo más o menos cercano a la objetividad, el Gobierno debería ser juzgado a partir de esta etapa en que la vara vuelve a tener parámetros “normales”.

Por supuesto, es una forma de decir.

¿O acaso es normal afrontar una deuda externa provocada por el crédito más aterrador en la historia del Fondo Monetario, al solo y reconocido objetivo de conseguir la reelección de Macri y acentuar la dependencia (término caído en desuso cuando tiene más vigencia que nunca).

La pandemia postergó el debate y las acciones de negociación con el FMI.

A nadie, ni en lo local ni en el organismo, podía ocurrírsele que, en medio del shock mundial, era viable discutir en qué plazos se devolverán o no, en forma total o parcial, los dólares a sacar de dónde hacia cuál modelo de desarrollo o de economía primarizada en forma invariable.

Ejercicio utópico, pero operativamente legítimo: si por arte de magia desapareciera la brutalidad extorsiva que dejó el macrismo con el FMI; si no le debiéramos un dólar ni a ese ente, ni al Club de París, ni a bonista alguno, igual resultaría la necesidad de estructurar con cuáles alianzas sociales y sectoriales se camina hacia qué.

De hecho, Kirchner liquidó en un pago los condicionamientos externos. Pero el devenir interno e internacional los reimpuso, por obra y gracia de un enfrentamiento con el poder real que no supo o no pudo continuar avanzando.

Ese poder real no sólo se constituye de sí mismo, sino de una amplísima franja social que, en modo recurrente, es capaz de allanarse a sus verdugos.

Ese aspecto jamás es tenido en cuenta por quienes dibujan soluciones rápidas sobre laboratorios de arena: hace apenas dos años, el gobierno más devastador desde el recupero democrático sacó arriba del 40 por ciento de los votos.

Y ese ejercicio de imaginar qué acontecería si se arrancara de cero no es la planilla Excel que el Fondo y nuestra berretísima oposición reclaman como “el plan que falta”, consistente en las cifras heladas de déficit fiscal, superávit primario, brecha cambiaria que debe acotarse, financiación del sistema previsional.

Eso es a cuáles actores de la economía se les mete mano, con cuál fuerza y disposición política (una nutre a la otra).

Señalar que es hacia arriba o por abajo semeja a salvoconducto panfletario, facilista, y de hecho lo es. Pero, ¿cómo refutarlo?

Por lo pronto, está clarísimo y demostrado que una derecha como ésta, en sus versiones modositas u obscenas, no tiene más respuesta que la consabida. Ajusta por abajo.

¿El Gobierno sí tiene la voluntad de hacerlo por arriba, ahora que presuntamente volvió la normalidad?

Además de abroquelarse en el apoyo de la CGT frente a las maniobras de desestabilización que pudieran surgir, y de confiar en que la economía continúe recuperándose en actividades clave por su incidencia efectiva y simbólica (industria, construcción, gastronomía, temporada turística a pleno, movidas culturales), ¿asume que no hay otra ruta que ponerse de acuerdo y blanquear a cuáles sectores afectará?

Al Gobierno le cabe, aunque sea, el beneficio de concederle las preguntas.

Como fuere, el imperativo se resume en la contundencia de una consigna de defensa propia.

Tratándose de elecciones legislativas, la apelación debería carecer de sentido práctico porque no se juega un cambio de gobierno.

Pero lo práctico no es eso, sino el símbolo representado vistos los antecedentes inmediatos. Y los históricos.

Que no vuelvan.

Por Eduardo Aliverti

Fuente: Página 12