Rosario: La historia del comedor de los maestros de Las Flores
Dos veces por semana, docentes y vecinos preparan comida para el barrio. Además piden por una Eempa en la zona.
06/07/2020 MUNICIPIOSDos veces por semana, docentes y vecinos preparan comida para el barrio. Además piden por una Eempa en la zona.
La emergencia es la comida y no es de ahora. Hace un año Carolina —alumna de la primaria para adultos Nº 65 de barrio Las Flores— vio una cruda escena de esa urgencia, cuando un grupo de chicos apenas retiraban la vianda en la Escuela Serrano iban hasta la esquina, buscaban un rinconcito y desesperados se ponían a comer allí mismo. En las escuelas los chicos y las chicas tenían asegurada la comida de lunes a viernes, pero eso se cortaba el fin de semana y el hambre no podía esperar. “Hacía poquito que yo había venido a vivir acá y cuando vi que los chicos del fondo hacían eso se lo comenté al profe. Él me dijo de hacer una comida en casa y ahí salió la idea de hacer algo”, cuenta Carolina. El profe es Daniel Medina y la propuesta que coordina junto al docente Eduardo Matuc fue armar en la casa de Carolina un comedor comunitario para los vecinos de la zona. Empezaron los sábados y ahora la sostienen martes y viernes. Cada día dan unas cien raciones. Además de ayuda para poder sostenerla, piden mejoras en la higiene pública y que se habilite por la noche una Eempa en el barrio.
Son las doce del mediodía, es viernes y el frío se hace sentir en Las Flores. A un costado de la parroquia Nuestra Señora de Itatí, un grupo de mujeres y hombres ya hacen la cola para retirar el plato de comida del día. A pocas cuadras de ahí, cerca de España y 5 de Agosto —la colectora sur de Circunvalación— comienza a prepararse un guiso de lentejas con pescado en “El comedor de los maestros”, tal como bautizaron a esa respuesta surgida entre alumnos y docentes. Como en muchas barriadas populares, en tiempos de cuarentena lo que aquí se refuerzan son salidas y formas de protección colectivas.
Carolina tiene 40 años y vive con Marcelo (su pareja) y cuatro hijos en una humilde casita ubicada a una cuadra de la Escuela de Educación Técnico Profesional y Secundaria Orientada Nº 407. La calle corre paralela a España y no tiene nombre. “Le pusimos Ciudad Perdida”, cuenta Carolina sobre ese pasaje de tierra que termina detrás del Hospital Regional Sur.
A su vivienda se ingresa por un pasillito que se abre en un pequeño patio donde dos mujeres jóvenes pican las verduras sobre una mesada. Dentro de la casa, entre mates y chicos que toman mate cocido, Carolina prepara la comida. Marcelo es cocinero y fue uno de los primeros que se puso el proyecto al hombro. Pero como ahora está trabajando, es ella la que hoy se encarga de los preparativos. “Esto lo vamos a tener listo para las dos de la tarde”, anticipa. Parada en el medio del comedor de su casa, revuelve una olla grande con el almuerzo que se cocina al calor de un mechero. Mezcla el pescado despinado con las cebollas y el agua. El vapor trepa por su rostro y con el barbijo se le dificulta respirar. Pero igual se las arregla para estar en cada detalle: da indicaciones a los maestros para que traigan las lentejas, le dice algo a uno de sus hijos y recuerda el origen de esta respuesta solidaria sostenida a fuerza de compromiso.
El comedor comenzó a funcionar el sábado 20 de julio de 2019, en plenas vacaciones de invierno. Consiguieron la garrafa, un mechero, una olla prestada de una escuela y dos maestros carpinteros (Mario Villarreal y Edgardo Fernández) les dieron palas para revolver. Ana Toribio, Corina Iocco y Nahuel Retamozo también estuvieron desde el inicio, al igual que vecinos como Hugo —alias El Chavo— y Darío “Larry”Abalos. Para la comida pidieron donaciones y entre los que respondieron de inmediato estuvo un grupo de maestros jubilados que se organizó para juntar los primeros alimentos. Después, el boca a boca, las redes sociales y una nota publicada a fines de julio del año pasado en El Eslabón ayudaron mucho a la difusión de la iniciativa.
Daniel Medina se acerca a la olla para ayudar con la preparación. Tiene puesto el guardapolvos que lo identifica como maestro, el mismo que usa cuando le da clases a Carolina y a sus compañeros en la primaria nocturna Nº 65, que hasta hace poco funcionaba en la Escuela Serrano. Una serie de episodios violentos habían alejado en 2018 a muchos de sus alumnos y alumnas de la nocturna. Entonces decidió ir a buscarlos para que no pierdan el año. “Hicimos un proyecto de dar clase casa por casa. Ahí hubo un contacto estrecho con las familias y ahora estamos en la biblioteca de la 407 de 16 a 18.20. Ahí hay como 20 alumnos anotados y dentro de ellos está Carolina”, cuenta sobre el aula radial que desde el año pasado funciona en el predio inaugurado en marzo de 2015. Varios de esos estudiantes reciben también la comida. Junto con Eduardo Matuc —profesor de historia en los tres turnos de la 407— Medina participa de la agrupación sindical Simón Rodríguez (integra el Frente Trabajadores de la Educación de Amsafé), desde donde organizaron campañas para juntar ropa y frazadas para el barrio. Medina además es director en la escuela que funciona en la Unidad Penitenciaria Nº 3 y del aula radial de la Unidad 6.
Una olla a presión
Un reciente informe de la oficina argentina de las Naciones Unidas indicó que casi la mitad (el 45,3 por ciento) de los hogares ubicados en villas y asentamientos del país había dejado de consumir algún alimento por limitaciones en el ingreso. Y que para fin de año seis de cada diez niños de la Argentina iban a quedar sumergidos en la pobreza. Pero en Las Flores esos números tienen rostro.
“¡Ey, Matuc!”, grita un pibe que pasa en bicicleta. Hace veinte años que Eduardo Matuc es docente en Las Flores. Está parado a metros de la colectora, en la esquina, frente a un mural realizado para el último Día del Maestro (11 de septiembre) por el colectivo político y artístico El Movimiento Rosario. En la pared están pintados una maestra y un maestro alrededor de una olla hirviendo, desde donde salen como humos las palabras trabajo, paz, educación y salud. A un costado, dos frases: “Donde hay un maestro está la escuela” y “Donde está la escuela está la patria”.
“Con la cuarentena —cuenta Matuc— parece que la gente empezó a desprenderse de alguna ropa y pudimos conseguir cosas para el barrio. Algunas agrupaciones políticas nos dieron una mano grande con mercadería y poniéndonos en una lista del Banco de Alimentos”. Una distribuidora de gas les dona dos cargas mensuales de garrafa. Cada gesto solidario fue clave en este tiempo para sortear el hambre. Dice que las ollas populares y merenderos están conteniendo más que los subsidios del Estado. Y que al haber varias, sean de organizaciones o de los propios vecinos, se coordinan para que no se superpongan y puedan asistir a todos los que necesitan un plato caliente.
El docente dice que las necesidades son cada vez más urgentes. “Tengamos en cuenta —explica— que venimos de cuatro años de ajustes que en el barrio se sintieron y mucho, con pérdida de fuentes de trabajo, de programas educativos y sociales que antes permitían contener al menos las necesidades sociales”. En ese contexto fue que hace un año decidió junto a Daniel y los vecinos ponerse en campaña y trabajar para ayudar desde el comedor con la alimentación de la gente del barrio. Las familias de sus alumnas y alumnos.
“Empezamos los sábados pero a los dos meses ya estábamos dos días a la semana por la necesidad que hay. Esto arrancó hace casi un año, pero la cuarentena lo agudizó un montón”, dice Medina. Y Matuc completa: “La gente del barrio sabe más o menos qué día puede ir a buscar a un lugar y a otro. Y eso explica en parte que los barrios en este tiempo no hayan explotado”.
Sin conexión
Las medidas de aislamiento social impuestas de forma preventiva ante la pandemia del coronavirus tuvo sus propias dinámicas en las barriadas populares. La imposibilidad de que familias numerosas puedan cumplir con el “quedate en casa” en espacios mínimos derivó en cuarentenas comunitarias, más cercanas al “quedate en el barrio”.
También el acompañamiento pedagógico tuvo sus obstáculos en hogares con escasa conectividad. “Acá hay muy poca conectividad, casi nada. O hay un teléfono para recibir las cosas de los cuatro chicos que van a la escuela. Pero también falta el vínculo con el maestro”, reflexiona Matuc. Con los estudiantes de la secundaria al principio de la cuarentena intentó coordinar por Facebook, pero al final decidió optar por armar grupos de WhatsApp, una herramienta que encontró más ágil para mantener el contacto con sus alumnos de los diferentes turnos de la escuela.
El docente recuerda que con la anterior gestión nacional se cortó la entrega de netbooks a las alumnas y alumnos. “Eso también jugó un poco en contra. Y también nos encontramos con que todo se fue relajando y con el pasar de las semanas no hemos recibido de parte de nuestras alumnas y alumnos tantas respuestas como recibíamos al principio”, cuenta.
Un lugar de encuentro
Natalia Giraudo es docente reemplazante de ciencias sociales en la 407 y también colabora con el comedor de Las Flores. También trabaja en la secundaria Don Bosco de barrio Ludueña, donde dice que si bien hay dinámicas más organizadas, la realidad social y educativa es prácticamente la misma. “También nos manejamos con WhatsApp, se mandan documentos en PDF, pero si a una mamá que tiene tres hijos le mandamos un trabajo por cada chico y materia le colapsa el teléfono”.
El profe Daniel Medina da cuenta de un relevamiento que realizaron con alumnos y alumnas de primaria, donde los chicos y chicas relatan que la tarea escolar la hacen “cuando tienen ganas” o “cuando pueden”. Medina describe otra situación: “Muchos recibieron los cuadernillos de Nación y otros tareas que les preparan los maestros, pero en muchas casas también pasa que hay poco lugar para sentarse”. Giraudo agrega otro ejemplo: “Si los papás trabajan, el hermano mayor por lo general es el que cuida a sus hermanitos y se hace cargo de la casa o de hacer los mandados. Eso al momento de hacer la tarea se ve. Por eso queda claro que la escuela, además del aprendizaje, es un lugar de encuentro, de socialización y contención”.
Las voces se superponen y entre ellas se escucha la de Carolina: “Profe, necesito que me destapen esta lata”. Todos colaboran: mientras Matuc agrega más agua, el profe Daniel revuelve la olla y las chicas terminan de cortar las últimas verduras. En un rato más las cien raciones del guiso van a estar listas para las 32 familias que suelen acercarse con un tupper a buscar su plato.
La imposibilidad de cumplir con el quedate en casa en espacios mínimos derivó en cuarentenas comunitarias, cercanas al «quedate en el barrio
En la charla se cuela también la realidad del barrio. Carolina dice que ahora está un poco más tranquilo, que hay un respiro, pero que “hubo un tiempo que estuvo feo”. En este punto, destaca que la mano solidaria también es necesario tenderla hacia esos jóvenes que se ven envueltos en situaciones complejas como las adicciones y el delito. “Nosotros hablamos mucho a los chicos que andan así, soy muy de hablarles, ’corte mamá’ y me gusta eso”, dice. En este tiempo algunos jóvenes se acercaron a colaborar en el comedor y ayudaron a cocinar. Junto a su mamá María, Nair es otra de las colaboradoras y cuenta que hay muchos pibes “que están en la calle y toda su vida estuvieron solos”, pero que cuando se acercan a una propuesta como la del comedor se sienten contenidos, ayudan y le encuentran “otro sentido a las cosas”. De hecho, los docentes tienen como proyecto futuro llevar distintos talleres para jóvenes de Las Flores, aunque aún esto está en carpeta. La higiene pública del barrio como el desmalezamiento y la limpieza de las cunetas son otros de los reclamos que mantienen en alto docente y vecinos, sobre todo en tiempos donde se pide extremar las medidas sanitarias.
El comedor funciona en la casa de Carolina, alumna en la primaria para adultos.
Una Eempa para el barrio
El reclamo por una Escuela de Enseñanza Media para Adultos (Eempa) es otro de los pedidos que hacen los docentes. Daniel Medina cuenta que desde hace al menos cuatro años que buscan visibilizar la demanda. Ya juntaron firmas en el barrio y en varias ocasiones presentaron el petitorio ante el Ministerio de Educación provincial, pero hasta ahora no tuvieron éxito.
“Hicimos un relevamiento y lo que vemos es que hay pibes de 26 o 27 años que quieren terminar la secundaria, porque muchos abandonaron en segundo o tercer año al tener su familia y no pudieron volver”, dice el docente. La Eempa más cercana es el que funciona en Oroño y Sánchez de Bustamante. Por eso el pedido concreto es que se habiliten los cargos, porque aulas para que pueda funcionar hay. Por ejemplo, de noche en el edificio de la Escuela Serrano, del otro lado de Circunvalación, en Las Flores Este.
El profe Matuc dice que la demanda es alta, porque en muchos jóvenes su escolaridad obligatoria quedó truncada por tener que salir a trabajar o por embarazos adolescentes. La realidad es más dura aún cuando confirma que en no pocos casos tampoco están alfabetizados: “Estuvimos ayudando al principio de la cuarentena en otra escuela, entregando bolsones y nos llamó la atención la cantidad de mamás jóvenes que no sabían leer ni escribir”.
Frente a la casa de Carolina, hay otro mural. De un lado, un policía que se acerca amenazante hacia un grupo de hombres y mujeres abrazados entre sí. Uno de ellos le extiende el brazo en señal de alto al uniformado. A un costado una quinta figura prepara la comida en una olla. Y para rematar el cuadro, una frase: “Las Flores Sur quiere una Eempa”.