Sueltos, no

Recorrer el año que se termina semejaría a un ejercicio masoquista y probablemente inútil o sobreabundante. 

Recorrer el año que se termina semejaría a un ejercicio masoquista y probablemente inútil o sobreabundante.

Ni el defensor más fanático de este Gobierno, si aun quedara algún espécimen de esa naturaleza, dejaría de reconocer que 2018 fue un desastre. En todo caso, el oficialismo arguye que la única responsabilidad por una economía arruinada debe atribuirse exclusivamente a factores externos. Se los denominó de maneras diversas. Pero, al fin, siempre terminaron desembocando en una palabra, “tormenta”, que es un símbolo de la chatura intelectual y –por tanto– del reducidísimo vocabulario de quienes componen este engendro que gobierna la Argentina.

Para coronar, el año se va con el anuncio de un tarifazo despiadado en transporte, luz, gas, agua. Alcanza al interior, no sólo a Buenos Aires y su conurbano. Será aplicado a tramos con la esperanza gubernamental de que sus efectos se diluyan hacia el invierno, cuando las PASO inauguren el camino nacional hacia las presidenciales.

El marco son las exigencias del FMI, porque se trata de la reducción de subsidios y la dolarización de las tarifas.

Cualquier marciano se preguntaría si la gente será tan estúpida como para comer la galletita de esos manejos de laboratorio, mientras sufrirá las consecuencias de un salvajada tarifaria que se suma a la pérdida del poder adquisitivo, el derrumbe las pymes, la actividad económica habiendo entrado en el séptimo mes de caída consecutiva. Y ese riesgo-país popularmente desatendido, marcando la desconfianza mundial en torno de que Argentina pueda pagar su deuda externa estrambótica. La que había dejado de existir hacia 2015. La que reintrodujeron los cambiemitas.

Como no sea para la continuidad de sus negociados, protegidos por el muro de los medios tradicionales y en, quizá, seria controversia frente a sectores del Poder Judicial que responden a los intereses de la Casa Blanca en su enfrentamiento con los chinos, el gobierno de Macri está pintado.

Entendámonos: pintado respecto de toda perspectiva de recuperación económica. Mucho más en lo referente a que esa eventualidad beneficiara a los sectores bajos. Y muchísimo más en torno de la clase media que, paradójicamente, es la víctima “novedosa” del vandalismo macrista habiendo sido –en números y potencia simbólica– una faz decisiva de las victorias electorales de Cambiemos.

Si hubiera algún atisbo de ensoñación reactivadora, basado en esa fórmula de un poco de turismo, un poco de consumo, un poco bastante de los ingresos por la cosecha de granos en marzo/abril y los dólares prestados para bancar la deuda al menos en 2019, el único destino será pagarles a los acreedores y renovar los vencimientos de bonos.

El Gobierno tiene la solitaria apuesta de que no haya otra corrida cambiaria. No hay más programa económico que tirar como se pueda para cumplir con el Fondo. Nadie, absolutamente nadie en Casa Rosada, ni en sus craneotecas técnicas y publicitarias, habla de alguna cosa que no fuere aguantar. Y aguantar como concepto en sí mismo. Nunca rumbo a.

En 2020 y en la hipótesis más favorable, se acaba el salvavidas de iridio acercado por el Fondo y ningún economista –ortodoxo, heterodoxo, “libertario”, moderado, radicalizado, etcétera– imagina que se pueda esquivar el default. O la renegociación de la deuda en condiciones más ruinosas, con la diferencia entre si la encarase el verdugo cambiemita o (digámoslo ampulosamente) alguna opción de liderazgo patriótico que haga valer el sacrificio haciéndole pagar a quienes más tienen.

Si fuese cierto que la única verdad no es la realidad sino la realidad percibida, Cambiemos tendría en qué confiar. Su base sería que la principal fuerza política es el antikirchnerismo. Todo en potencial porque, al fin y al cabo, en la segunda vuelta de 2015, Scioli sacó casi la mitad de los votos cuando la opción era blanco o negro. ¿Alguien de esa casi mitad reelegiría a Macri? Y del poquitísimo más de la mitad restante, entre los que se cuentan las víctimas de Macri, ¿cuántos volverían a votarlo?

Si las cosas fueran tan sencillas como esa matemática política lineal, estaríamos hablando con total certeza de que, a esta altura del año que viene, habrá un gobierno diferente. Pero no son tan sencillas. Y no lo son porque la fragmentación política opositora carece de un liderazgo que la reencauce.

“Opositora” es un concepto totalizador que merece recortarse. ¿O acaso Miguel Ángel Pichetto no es el real ministro de Interior del macrismo? ¿O acaso el espacio del peronismo “federal”, “racional”, “dialoguista”, y otras sandeces por el estilo, no ha sido y es plenamente funcional a la táctica macrista? ¿Y acaso no lo es la izquierda radicalizada que chiquilinea con cambiar todo para que nada cambie?

Ninguno de esos factores tiene votos para ganar, pero sí los suficientes para joder que Macri se vaya.

Hubo en estos días, para gusto de quien firma, dos artículos periodísticos sobresalientes como provocación analítica.

Hugo Presman (presmanhugo.blogspot.com) plantea que si esta sociedad le abre una nueva posibilidad a Cambiemos, para que gobierne otros cuatro años, dejará un país al que le sobrará la mitad de la población. Se pregunta si eso será factible en la sociedad del 17 de octubre del ‘45, la del Cordobazo, la del 19 y 20 de diciembre del 2001, la del juicio a las Juntas, la de las gigantescas marchas en recuerdo y repudio al 24 de marzo, la de las movilizaciones de mujeres, la de la resistencia de las organizaciones sociales, la de una clase obrera con la mayor sindicalización de América latina (y del mundo también). O si prevalecerá la otra parte de la sociedad. La del bombardeo a la Plaza de Mayo en el ’55, la de la proscripción del peronismo, la que le dio sustento civil a todos los golpes militares, la que se embanderó con que los argentinos somos derechos y humanos mientras desaparecían miles de argentinos en los 350 campos de concentración de la dictadura, la que entre 1976 y 1983 destruyó el país como si hubiera padecido una guerra, la que se enamoró del menemismo como continuación en democracia de las políticas neoliberales.

Martín Granovsky, por su parte y en la columna de Página del domingo 23 de este mes, interpela como punto clave que Argentina protesta en pedacitos. El pedacito de la protesta sindical, el del aumento de las luchas fabriles, el de los docentes, el de las agrupaciones de pymes. La lista sigue con los pedacitos de los movimientos sociales, de los diferentes feminismos, de los luchadores intelectuales, de los medios alternativos.

Todos pedacitos. Todos sueltos.

No se trata de perder diversidad alguna, al contrario, pero sí de encontrar ejes comunes que desmalecen lo principal y lo secundario. Suena tan elemental como irrefutable.

Las Argentinas del empate histórico entre oligarquías y proyectos populares seguirán en la suya, con los pedacitos de la protesta nucleados en la segunda.

El tema es lo que Tito Cossa, que se resiste a ser considerado politólogo aunque es uno de los mejores desde su lugar de dramaturgo, define como la fuerza de los indiferentes. Los opinadores profesionales hablan del tercio fluctuante, y uno mismo lo dice así y está bien. Pero el término “indiferentes” lo secciona mejor. Pasa que, políticamente, es más correcto mentar “fluctuantes”.

Si se dice que hay ciudadanos capaces de resolver su voto en la semana previa a votar, e incluso en el cuarto oscuro, y que esos son quienes definen los comicios y que más o menos pueden darles lo mismo Cristina y Macri, “fluctuantes” queda bárbaro. “Indiferentes”, en cambio, es una trompada de nocaut a la existencia del presunto sujeto “pueblo”.

En cualquier alternativa, no cambia que la única posibilidad de conmover a los indiferentes decisorios es una conducción política firme, sin medias tintas, con explicación programática acordada. El único nombre de eso, por ahora, es Cristina Fernández. Si ella no tiene ganas o le parecerá que no es conveniente, quien sea debe asumir ese rol y ese programa. Única forma de juntar a los pedacitos y de morder en una parte de la indiferencia. Y de que la desazón del “son todos iguales” mude de desmoralizar (el negocio de Macri) a reclamar y programar sólidamente.

La alianza gobernante de hombres de negocios con el Estado, corporaciones financieras, medios todavía hegemónicos y parte de tribunales, tirará con cualquier cosa. Ya ganó dos veces con eso.

El año que viene no será para aguachentos.

El macrismo no tiene más cartas que las que ya mostró.

Pero las ganas de sacarse a Macri de encima tienen que mostrar las suyas con una contundencia mayor.

Así abre 2019.

Por Eduardo Aliverti

Fuente: Página 12