¿Y la obra pública para cuándo?

No hay otra manera de reconstruir una ciudad destruida, devastada. Llámese Santa Fe, Bahía Blanca o, para hacer un poco de historia, San Juan y aquel terremoto de enero de 1944. Suponer que los destrozos se financian con la caridad pública o pasando la gorra, es una ingenuidad, un anacronismo o algo peor.

Cuando a los santafesinos nos tocó padecer una de las inundaciones más devastadoras de una historia lugareña en la que las inundaciones abundaron, lo primero que se dijo, (apenas nos sacudimos del barro y de los escombros) a la hora de establecer responsabilidades y pensar soluciones, que la tragedia ocurrió porque la obra pública era deficiente; o algo, pero deficiente.

Y así como en su momento se les reprochó a las autoridades municipales, provinciales y nacionales su insensibilidad o su ineficiencia para atender la seguridad de la población en una ciudad rodeada de ríos, el primer reclamo que se escuchó a la hora de reparar los estragos de la inundación, fue el de realizar más obras públicas.

Obra pública antes, para impedir el desastre; obra pública después, para reparar el desastre. En realidad, las demandas de la gente son obvias, responden al más elemental sentido común.

No hay otra manera de reconstruir una ciudad destruida, devastada. Llámese Santa Fe, Bahía Blanca o, para hacer un poco de historia, San Juan y aquel terremoto de enero de 1944. Suponer que los destrozos se financian con la caridad pública o pasando la gorra, es una ingenuidad, un anacronismo o algo peor.

Las grandes obras públicas, caminos, puentes, defensas, asilos, desagües, escuelas, no son un detalle, un adorno, son la estrategia real de un gobierno, de una nación, al punto que en más de un caso los índices de progreso, calidad de vida, seguridad y confort de una sociedad se mide por la calidad o la extensión de la obra pública…

En estos temas no hay coartada, no hay excusas, no hay dogmas ideológicos que puedan sortear esta exigencia de la vida social.

II
¿O alguien puede creer que a Bahía Blanca la va a reconstruir la mano invisible del mercado? ¿O alguien cree que esto se resuelve con colectas populares?, colectas que son muy generosas, colectas que dan cuenta de un espíritu solidario notable pero que tienen una dificultad insuperable: no alcanzan.

Desde que nacieron los estados nacionales uno de sus objetivos fue financiar la obra pública.

Así lo pensaron los conservadores y los liberales del siglo XIX; así lo pensaron los socialistas y los radicales y los peronistas y los democristianos del siglo veinte.

Tal vez el punto en que todos los credos políticos parecen estar de acuerdo es en este tema. Los conservadores criollos daban clases magistrales al respecto. Una anécdota local contada por un viejo discípulo de Manucho Iriondo, paradigma de las gestiones conservadores de aquellos años.

«Fundamos instituciones y obras públicas de todo tipo, incluso la creación de grandes parques para abrir espacios verdes, para que la gente sencilla que no tiene residencias de fin de semana disponga de lugares de paseos y entretenimientos».

Y fue tan eficaz la creación de parques, que la oposición fastidiada por la adhesión que despertaban estas iniciativas salió a la calle de noche a pintar en las paredes: «Basta de parques».

A Milei habría que recordarle que para los presidentes de la generación del ochenta, la obra pública era el espejo en donde mirarse para apreciar la calidad de un gobierno. Y así llegaron las rutas, los puentes, las escuelas, los ministerios, las vías navegables, los puertos, las cloacas, los hospitales, las viviendas populares.

Esta verdad de los conservadores fue compartida por socialistas y radicales. Gobernar era poblar y financiar obras públicas al servicio de la sociedad.

Esta verdad Perón la entendió mejor que nadie, pero si nos vamos unos años atrás, recuerdo que la campaña electoral de Amadeo Sabattini en 1935 se hizo alrededor de la siguiente consigna: «Aguas para el norte, escuelas para el sur, caminos para toda la provincia».

Y hoy, la gestión de don Amadeo es considerada una de las más progresistas de la provincia de Córdoba. «Aguas para el norte, escuelas para el sur, caminos para toda la provincia». No conozco otra fórmula más sensata y eficaz para gobernar.

III
Podemos discutir los alcances del cambio climático, pero sabemos que con o sin cambio climático las inundaciones se producen, los terremotos ocurren, las tempestades se desatan. «Es la naturaleza», recuerdo que me dijo un político santafesino oficialista para justificar lo injustificable en el 2003.

Mi estimado señor, la historia de la humanidad es la historia de lo que hacemos los hombres para resistir o reducir hasta donde sea posible las fuerzas de la naturaleza. En 1944, San Juan se vino abajo como un castillo de arena. Toda la ciudad fue destruida por un temblor que alcanzó sus niveles más altos.

De esa tragedia se filmaron películas, documentales; se escribieron relatos, un amigo, un viejo amigo, nació de imprevisto el día del terremoto, salvó su vida de milagro pero la tragedia se llevó a su madre.

También se dice que el terremoto dio lugar al inicio del romance entre un coronel y una artista de radioteatro, romance que daría mucho que hablar. Pero los sanjuaninos y los argentinos aprendieron la lección.

En una ciudad y en una región donde los terremotos son posibles, se impone construir las casas de otra manera, atendiendo las condiciones de la geografía. Y así se hizo, pero para ello no se esperó que la mano invisible del mercado diera sus frutos. Se licitó, se invirtió y así nació una nueva ciudad de San Juan.

De los temblores y de aquellas escenas de desolación y pánico padecidos hace más de ochenta años, solo queda el recuerdo, porque la ciudad de San Juan supo resguardarse de las acechanzas de la naturaleza. Y lo supo hacer porque

hubo una estrategia de obra pública para salir de los escombros.

IV
Me resulta imposible imaginar una sociedad moderna sin un estado, sin un gobierno y sin obra pública, como me resulta imposible imaginar una casa de familia sin un padre preocupado por mantenerla, combatir la humedad de las paredes, tapar la goteras del techo, mejorar los pisos, asegurar las ventanas.

Un país sin obra pública es un país fracasado, un país que a mediano y largo plazo sería una de esas alucinadas ficciones que nutren los guiones de más de una serie televisiva.

Hubo en EEUU algunas experiencias aldeanas en las que vecinos libertarios, enemigos del estado y de las normas estatales, se propusieron autogestionarse atendiendo sus intereses privados, sin estado y sin odiosos agentes estatales. Todo fue lindo al principio porque los nuevos vecinos se creían protagonistas de una hazaña civilizatoria.

Todo fue lindo hasta que empezaron los problemas propios de una vida comunitaria. Intentaron corregir errores, pero duraron poco. Desbordados por las circunstancias se mudaron en malón a las ciudades de las llanuras, espantados por la oscuridad, las alimañas, las aguas contaminadas, las enfermedades, la delincuencia.

Utopías devenidas en pesadillas. Le guste o no a Milei o a Francos, el estado nace en condiciones históricas precisas para atender las necesidades de la sociedad.

Ese parto no es indoloro y, además, se sabe que el estado cuando crece incluye virtudes pero también vicios y a veces errores y horrores, por eso los funcionarios del estado deben ser controlados, controlados por la ley y por los hombres, controlados sus actos y controlados sus bolsillos.

Es verdad. La obra pública en los últimos años fue sinónimo de corrupción y ha sido probablemente la fuente principal de riqueza de la cleptocracia kirchnerista, pero la respuesta en estos casos no es suspender la obra pública hasta el fin de los tiempos, sino corregir, controlar, sancionar.

No es imposible hacerlo, pero sí es imposible concebir una sociedad sin la aspiración de progreso y convivencia y cuya base material se exprese en las obras públicas que realizan los gobiernos.

Rogelio Alaniz

Fuente: El Litoral