Sur o no Sur, es la cuestión

El presente de nuestra latitud se dibuja desde un pergamino de potencias, despojo y represión. Dos grandes mareas —la revolución mercantil del siglo XVI y la industrial del XVIII— nos legaron el mapa jerárquico del mundo.

El presente de nuestra latitud se dibuja desde un pergamino de potencias, despojo y represión. Dos grandes mareas —la revolución mercantil del siglo XVI y la industrial del XVIII— nos legaron el mapa jerárquico del mundo. Desde entonces, el colonialismo y su recomposición neocolonial operaron con el método más antiguo: expulsión, trabajo forzado, disciplinamiento de cuerpos y territorios. De esa matriz provino una expropiación eco-biopolítica que convirtió al Sur en zona de sacrificio: patio trasero, cantera, sumidero. Hoy esa gramática se actualiza con disfraz reluciente: un tardocolonialismo 4.0, transhumanista y algorítmico, que encubre la vieja coacción con nueva pulcritud técnica y reinstala, en versión “smart”, la tríada depredación, degradación y violencia.

Ante semejante evidencia, el léxico convencional de los Derechos Humanos —abstracto, universalista, casi de laboratorio— hace tiempo acusa su fatiga: promete más de lo que cumple y enuncia sin transformar. Si la realidad es concreta, la teoría que pretenda interpelarla debe abandonar la torre de cristal y descender al terreno. Ello reclama un gesto epistémico subversivo: reponer la mirada desde el margen situado, desde las propias heridas. No es el Norte el hacedor autorizado de las definiciones; su todavía centralidad geopolítica no legitima el monopolio semántico. Peor, si los criterios de medición quedan capturados por élites tecno-financieras. Las devastaciones estructurales —guerras asimétricas, expoliación económica, miseria programada— se volverán sombras que el sistema nunca pasa a registrar.

De contrario, la política de los vulnerados exige un cosmopolitismo de abajo: no el universalismo vacío del mármol, sino el que emerge de la multitud que resiste. Llamemos a las cosas por su nombre: mercado sin límites, fetichismo tecnocrático, colonialismo reciclado, patriarcado persistente. El idioma tradicional y desecado de los Derechos Humanos —monocultural, individualista— tiende a imaginar una “naturaleza humana” separada del mundo que la sostiene. Ese espejismo lava las manos del sistema que lo produce. La reconstrucción demanda un plural de mundos: la diversidad epistémica como principio de realidad. La memoria de las indignidades no es nostalgia: es prueba de cargo. Sin ella, la teoría se vuelve retórica vacía.

Y cambiar el ángulo importa tanto como cambiar el contenido. Si invertimos la cámara, la historia de los Derechos Humanos no empieza en las iluminaciones norcéntricas, sino en las sombras que las rodean: masacres fundacionales, economías del látigo, soberanías hipotecadas. El crimen de los poderosos no es una anomalía sino una constante que elabora sus propios dispositivos de invisibilización. Allí se prueba que la barbarie no acompaña a la civilización como accidente: la constituye. Y la consustancial herramienta del poder punitivo, como siempre nos enseñó Zaffaroni, conserva la tentación estructural del exterminio. Racismo, clasismo y sexismo no son manchas sobre una tela blanca, sino los hilos con que se tejió la trama. Y, sin embargo, el Norte persiste en leer al mundo como espejo que le devuelve su rostro, de modo que todo lo demás aparece siempre como borrador o un derivado.

Desde este confín no sólo es posible sino urgente ensayar la dislocación necesaria: producir una contraimagen de los Derechos Humanos con materiales de nuestra experiencia, de modo de impedir el “epistemicidio”. Hay que volver contables las lesiones: mortalidad infantil, expectativa de vida, aire y agua respirables, alimento suficiente, acceso real a salud y recreación, empleo digno. No son consignas, son pericias de verificación para un derecho que pretenda eficacia.

La tarea es doble: recuperar la vocación emancipatoria del lenguaje de derechos y, a la vez, reconocer las micro-tácticas de supervivencia que ya operan, invisibles al ojo unipolar. Cinco siglos de colonización —y un tecnoceno que convierte al planeta en probeta psiquiátrica— obligan a actualizar el mapa fundacional y a dibujar uno propio, con brújula situada. La nueva narrativa jurídica que rescate lo humano y lo viviente no es un lujo de cátedra: es un programa de emergencia. Si queremos que el derecho sea algo más que mera geometría del poder, habrá que devolverle espesor histórico y vocación de inmediato remedio. Sólo entonces dejará de ser promesa y la palabra “humano” volverá a tener entidad.

Por Alejandro Slokar

*Juez y profesor titular UBA/UNLP

Fuente: Página 12