Aflora en la Argentina un nuevo tipo social: los informales

Trabajadores formales y trabajadores informales en la Argentina, ¿variedades de una misma especie o dos especies? Algunas puntas para desenredar la madeja.

Trabajadores formales y trabajadores informales en la Argentina, ¿variedades de una misma especie o dos especies? Algunas puntas para desenredar la madeja.

Las familias, las personas, los grupos, que hasta ayer se sostenían en la informalidad, en el trabajo “en negro”, en las changas, por ahí ayudados con un plan del estado, por ahí palanqueados por un amigo, un pariente, o con un monotributo pasajero, habitantes del mundo de la zozobra, y casi siempre aislados, han cuajado en un nuevo sujeto social en la Argentina.

De tanto ningunear a aquellas familias, de negarles un espacio claro en la economía y hundirlas una y otra vez en las frustraciones, el Estado (con sus interlocutores de los partidos, los sindicatos, los colegios profesionales, las corporaciones, las universidades y los medios masivos) talló un tipo social que no encaja en los casilleros clásicos, un tipo constituido por una variedad de grupos diversos, muchos de ellos jóvenes, con alta desconfianza hacia el Estado.

Ni patrones clásicos ni peones clásicos ni empleados con estabilidad ni amas de casa ni comunidades ancestrales: las mujeres y los hombres informales son una cosa y son la otra, y han ido confluyendo por algunas condiciones comunes, como la invisibilización que padecen. No los ve el Estado, no los ven los partidos ni los sindicatos. Raro, porque los informales son la mitad del total. Es como si habláramos del fútbol en la Argentina y se nos quedaran en el tintero River o Boca.

Cuando alguna estadística los señala (como al planeta que escapa a los telescopios se lo intuye por las perturbaciones en las órbitas de los planetas de al lado), entonces comienzan nuevas elucubraciones referidas a su futuro, con promesas de más de lo mismo que desembocarán, obviamente, en la consolidación de los informales como tales.

Pareciera un colectivo minoritario, pero los informales constituyen uno de los grupos económicos más poblados de la Argentina. La desidia de las estructuras anquilosadas de la economía con estos trabajadores viene de lejos. La diferencia, en estos años, radica en que ahora sus miembros parecen menos atomizados, y por eso más perceptibles.

De Juanes y Pedros
¿Cómo han ido evolucionando aquellos que entraban en todos los barullos pero no entraban en la lista, como sugiere con buen tino Martín Fierro? ¿Qué ha sido de aquellos que saben, al decir de Larralde, que “siempre hay tiempo pa’l después cuando es del otro la espera”?

La irrupción de estos grupos como tales es incipiente, no encontró todavía expresión política, como sí hallaron respuesta por ejemplo los obreros que venían organizándose hace más de un siglo con ideas socialistas, anarquistas, sindicalistas, y se encauzaron por la vía del radicalismo y el peronismo; o de manera más reciente los desocupados marginados, a través de los movimientos piqueteros. En cualquier caso, la presencia pública de un nuevo sujeto colectivo no se da de un día para el otro, ni de modo lineal; demora años, pero hay momentos clave que hacen inocultable el fenómeno.

Para comprender a ciertos grupos ninguneados, comparemos a dos hermanos argentinos, ambos albañiles: Juan habló con un concejal y consiguió empleo permanente. Pedro siguió con su tarea. Así Juan tiene un sueldo garantizado todos los meses, Pedro no. Juan, obra social, Pedro no. Juan, aguinaldo, Pedro no. Juan, vacaciones pagas, Pedro no. Juan se enferma y sigue cobrando. Pedro se enferma y sale a pedir prestado para comer. Juan, una tarjeta de crédito, Pedro no. Pasan los años, Juan tiene garantizada una futura jubilación, Pedro no. Juan padece un accidente y lo cubre la ART; Pedro tiene un accidente, lo cura la tía, y con suerte Juan lo auxilia con una bolsa de papas… Hay paro de colectivos, entonces Juan explica que no va a trabajar porque no tiene en qué viajar; Pedro consigue una bicicleta del vecino y hace los diez kilómetros, cargando un bolso con herramientas básicas; al final, cansado, vuelve otros diez kilómetros, devuelve la bicicleta pero le promete al dueño que apenas cobre le pagará la rotura del pedal. La compañera de Juan cuida el hijo sola en casa, la compañera de Pedro lo lleva a la guardería gratis, pagada por el Estado. El empresario cancela la obra que prometía cinco meses más de trabajo para Pedro; el patrón de Juan tiene prohibido discontinuar…

En verdad, los Juanes y los Pedros son obreros y pobres, apenas les alcanza para vivir, comer, alquilar, y quizá pagar un autito en cuotas, pero los Pedros además de obreros pobres van tomando conciencia de que el Estado y los partidos y los sindicatos les son ajenos. En facilidades, los Pedros están más lejos de los Juanes que los Juanes de los ricos. Y eso no es nada: cuando pasa un año, pasan cinco años, pasan veinte años, y los Pedros advierten que el sistema es ese, que no los incorpora ni por error; advierten que los que dicen representar a los obreros, con un estatus a años luz de su situación (con excepciones), no hacen un solo gesto para abrazarlos en el “común”, porque cada uno lleva agua para su molino, entonces las expectativas se van tornando de mínimas a nulas.

De ahí nuestro interrogante: entre los formales y los informales ¿hay una diferencia de variedad, o ya de especie? Algo más: los informales ¿ejercen la producción irregular, o son la regla? En verdad, los estudios y lo esquemas sobre las diferencias internas de la clase trabajadora son muy lúcidos (ver los de Rodolfo Elbert), y algunos flaquean a la hora de analizar a campo la realidad argentina.

Hemos leído aportes sobre este dilema al interior de la clase trabajadora desde hace décadas, y la cosa sigue empeorando porque lo que parecía pasajero se ha hecho crónico. El ninguneo de la informalidad no es tal en ciertos ámbitos intelectuales, pero los estudios han quedado circunscriptos entre teóricos. En la práctica la respuesta ha sido: ¡arreglate! Así en el país como en nuestra provincia de Entre Ríos, que suma al ninguneo de los informales el ninguneo mayúsculo del desarraigo y el destierro que padece el territorio como un flagelo, y que no mueve el termómetro del calor político nacional, por la simple razón del colonialismo interno.

A propósito: nadie puede conocer la realidad del trabajo en la Argentina si ignora el colonialismo interno y los privilegios típicos de la invasión conquistadora cinco veces centenaria, que continúan, y que en pleno 2024 son aprovechados incluso por aquellos que declaman contra el colonialismo. (Lo trataremos en otra nota).

El tema de la informalidad se nos presenta por demás inquietante y potente a quienes vemos que la categoría de clase trabajadora suele no abarcar a las comunidades ancestrales, protectoras de saberes milenarios capaces de dar respuestas antiguas a problemas actuales. Este es un asunto muy postergado. De las honduras no se habla cuando estamos en tiempos serenos, y menos cuando estamos en crisis; y es una forma de dar continuidad a la colonialidad que supera ya los 500 años. Nunca hallamos el momento apropiado, ¿raro, no?

Así es cómo vastos colectivos humanos, con sus inquietudes y saberes, desbordan los casilleros de los abordajes habituales. Es desaconsejable analizar las cuestiones obreras de nuestro país con categorías de otras latitudes. Si aquí no hablamos de los informales, de las comunidades, del desarraigo, del colonialismo interno, ni de la relación del trabajo con la protección de la biodiversidad, es porque estamos parasitados por categorías ajenas. ¿Acaso celebramos de manera acrítica los altos sueldos de los trabajadores aceiteros, al tiempo que censuramos el sistema de agronegocios no sustentable, que les permite esos ingresos?

Es probable que los Pedros (informales) terminen votando, entre las “opciones” del sistema, a quien grite contra el Estado, en busca de algo distinto, un cambio que contenga a su tipo social. Y es probable que los Juanes (formales) voten a otro que declame defender a los obreros aunque de obrero tenga ni la maza, y sostenga a sus pares obreros informales en el eterno limbo.

No faltarán grupos que, ellos sí con todas las garantías formales, señalen con el dedo y pontifiquen sobre “la falta de conciencia de clase”, de unos y otros; donde ellos, con cincuenta garantías, se auto incluyen en el mismo grupo que aquellos que a esas cincuenta garantías no les ven ni la colita.

Aquí viene a cuento una anécdota muy graciosa de un colega periodista de Gualeguaychú llamado Eduardo que conversaba con el director y propietario de su diario y lo escuchaba declamar y argumentar sobre “nosotros, la clase media”; entonces interrumpió a su patrón: “Perdóneme, Chichito, ¿la clase media suya o la clase media mía?”. En este caso, los Pedros preguntarán, “¿la clase obrera suya o la clase obrera mía?”

Igualar para arriba
Las leyes que defienden algunos sindicalistas tienen la función de sostener derechos obreros. Los informales ven que esos sindicalistas se sostienen, ellos, por décadas, y que la mitad de todos los obreros del país no recibe jamás los supuestos beneficios. De inmediato, los formales responderán: “hay que igualar para arriba”. Es decir, la zanahoria que puede entretener Pedros por 50 años, sin que a los “de arriba” se les mueva un pelo.

De hecho, la inflación anual va del 20% al 50%, del 50% al 10%0, del 100% al 200%, y los sectores formales, sindicalizados, que más o menos siguen el alza en sus propios salarios, y como gozan de estabilidad son quienes pueden dar la lucha en beneficio de sus pares abandonados, responden al clamor de los informales como quien oye llover. Una vez que los informales voten cualquier cosa, dirán: “¡qué fala de conciencia de clase!”. Aquí dos temas que exigen largo desarrollo: la fragmentación de la Argentina, y la presencia abusiva de la tecnología compitiendo con el humano.

La fragmentación que hemos observado a través de las décadas en todos los planos, y que parece ya metida en el ADN de la vida política argentina, se manifiesta hoy con estridencia. “El común” no encuentra quién lo atienda. Como en el Don Pirulero, cada cual atiende su juego. Y vale apuntarlo: en estos días se cumplen 30 años de la revolución neozapatista de Chiapas, que (en las antípodas del sistema argentino) tiene como principal objetivo “el común”.

Por otro lado, en las llamadas “posiciones contradictorias de clase” las diferencias se hacen más pronunciadas, porque en muchos casos la planta de personal se reduce al extremo (en favor de la tecnología) y los pocos empleos son más calificados. De modo que la diferencia con el común pasa a ser abismal, y está por verse si aquellos favorecidos con altísimos salarios, trabajando en lo que les gusta, tienen alguna disposición para cambiar las relaciones de producción.

El caso es que, obreros, gente de oficios diversos, campesinos, cuentapropistas formales e informales parecen votar, en la Argentina, a sus verdugos, y ahí se presenta otra curiosidad, porque se han dado momentos electorales con alternativas diversas y bien difundidas. De ahí que la hipótesis de las falsas opciones es real y al mismo tiempo no explica la complejidad del asunto, ya que deja al margen la incapacidad que exhiben ciertas agrupaciones distintas, para generar simpatías mayores. ¿Por qué alguien votaría a un señor que le promete “tiempos duros”, en vez de votar a una señora que le promete “sueldos mínimos de 500 mil pesos para todos”, cuando la mayoría no llega a 100 mil? La respuesta no es sencilla.

Siervos con planes
La clase de los desocupados masivos, recibiendo planes, venía mostrando matices propios. Ya no se trata de esos colectivos haciendo cola por conseguir empleo, usados por el capital para bajar las expectativas de los ocupados. No. Estos grupos han sido establecidos en una categoría propia, como sobrantes, con algunos mendrugos para evitar conflictos. Aunque haya dirigentes convencidos de buena fe de que se trata de una situación en tránsito, hemos esperado décadas en esa meseta para comprobar que cierto poder ya los considera eso: desocupados con planes.

Una categoría similar a la de los siervos, si sabemos que, en cualquier trabajo, el no dar función es una ofensa, un acoso, una violencia laboral, con grave daño psicológico. Si un sector de la economía argentina se ha desobligado de cuidar la dignidad de las personas, ese sector se llama Estado. En un Estado de derecho, los desocupados del país, que son millones, podrían demandar al Estado por verse afectados en su dignidad. (El mismo Estado que, como dice el historiador Juan Vilar, se edificó sobre tres genocidios).

Y hablando de empleados “calificados” (satisfechos) y de tecnología, aquí un ejemplo que involucra a ambos: ¿por qué se acepta que mil empleados bancarios cobren sueldos altos, y otros mil queden en la intemperie, reemplazados por robots (cajeros automáticos), cuando a las personas desocupadas del barrio se las encierra en suertes de reducciones, o peor, campos de concentración, no por un mes o dos, no por un año o dos debido a una crisis, sino para toda la vida?

¿Son los sindicatos compañeros de clase de los informales, o colaboran con su marginación y su explotación?

¿Por qué paramos cuando el sistema les quita un porcentaje de sus altos sueldos (por “ganancias”) al 5% de los trabajadores, y no paramos cuando al 50% de los trabajadores de menores ingresos el mismo sistema les quita la posibilidad de entrar al mundo formal, es decir, los extirpa de los derechos?

Nuestra conclusión: en materia de comunidades ancestrales y de colectivos reducidos a la informalidad, somos ignorantes o cómplices. Cuando encontremos una explicación más benévola rectificaremos.

De relato en relato
A la hora de analizar los gobiernos recientes y el actual, convendría empezar con un acuerdo: en la Argentina, nada es lo que parece. De ahí que resulte no aconsejable embanderase con declamaciones de aquí y de allá, cuando los relatos de aquí y de allá distan mucho de lo observable.

Una de las pérdidas provocadas por las crisis sucesivas y crónicas de la Argentina es la disociación entre la palabra y lo que la palabra representa. Como diría un famoso colega: es general. Hay quienes bajo un maquillaje progresista presionan al común con los más rancios privilegios reaccionarios. A no sorprenderse: es la Argentina. Dicho esto, podemos meternos en situaciones concretas del país que estamos transitando entre el ’20 y el ‘30 del siglo XXI. Pero eso da para otras columnas.

Fuente: Uno