El gobierno del hambre y la desolación

Macri llegó prometiendo pobreza cero. Luego dijo que apostarían por una “reducción consistente”. Ahora se limita a reivindicar que no oculta la miseria creciente.

Macri llegó prometiendo pobreza cero. Luego dijo que apostarían por una “reducción consistente”. Ahora se limita a reivindicar que no oculta la miseria creciente.

Fracaso estruendoso

Por Roxana Mazzola*

Frente a una gestión que renunció desde un comienzo a centrar sus esfuerzos en la generación y fomento al empleo, no puede sorprender el último dato de pobreza. Ese 35,4 por ciento por sí sólo habla del estruendoso fracaso del Gobierno que venía a garantizar pobreza cero, más allá de lo imposible que resulte consagrar ese principio en apenas un período de cuatro años sin avanzar en la reducción de las desigualdades. Por el contrario, lejos de alcanzar ese objetivo, el camino fue inverso. En el último año la brecha de ingresos familiar por persona entre el 10 por ciento más rico y el 10 por ciento más pobre aumentó de 18 a 20 veces, así como se acentuó la distancia entre los ingresos de los varones y las mujeres.

El problema está en la propia concepción que tuvo Cambiemos para instrumentar políticas que disuadieran los niveles de pobreza en Argentina. Si los esfuerzos únicamente se destinan a profundizar el asistencialismo para evitar la explosión social, el resultado es lo que vemos: mayor pobreza y mayor desigualdad. La cristalización institucional que tuvo esta agenda fue potenciar el Ministerio de Desarrollo Social, incrementando el llamado “gasto social” mientras se promovía el ajuste en todas las otras áreas del Estado y, al mismo tiempo, bajar de categoría áreas tradicionalmente potentes para sacar de la pobreza a la población en forma gradual, como son el trabajo (y sectores particularmente dinamizadores de mano de obra, como el textil), el presupuesto para la educación y, más a largo plazo, la ciencia y la tecnología. Moraleja: no hay iniciativas públicas mágicas o que por sí mismas generen los objetivos buscados si no se inscriben dentro de un conjunto de medidas que las expresen y les den el sentido, algo que sólo el trazo grueso de la política que defina un gobierno como norte aspiracional puede lograr.

Con ciertas tendencias inerciales de arrastre, la situación social empeoró porque el rol del Estado como regulador, motorizador y generador de condiciones de posibilidad de activación económica migró. Al quedar librado al azar de las posibilidades del esfuerzo individual, que sabemos que en países tan social y productivamente desiguales, eso sólo puede tener como resultado mayor pauperización del mercado laboral y más pobreza, el rol nivelador que puede tener el trabajo y las políticas de ingresos fue dejado sin efecto, convirtiendo a la seguridad social en catalizador de subsistencia y a sus instituciones como agencias de crédito para los sectores populares.

En ese sentido, en todos estos años pudo verificarse una distancia cada vez mayor entre, por un lado, la recomposición de los salarios y de los beneficios de la seguridad social (jubilaciones, asignaciones, etc.) y, por otro lado, el aumento de los precios de los alimentos, medicamentos, lácteos, prepagas y escuelas. La inflación interanual a septiembre de alrededor del 55 por ciento y la recomposición de los salarios y beneficios sociales a la baja no solamente impactó en la cantidad de pobres sino que, también, precarizó a la clase media, que tiene parte de sus consumos privatizados y que en este contexto ha debido reconfigurarlos.

No caben dudas que el costado más dramático de la pobreza son sus principales damnificados: mujeres, jóvenes y niños. Si nacen más de 750 mil niños/as por año en Argentina y gran parte de ellos (6 de cada 10) está entre los hogares más vulnerables, cuatro años de desmejora social han tenido un costo social de enormes proporciones, imposible de pensar como un periodo de ajuste momentáneo disfrazados de alegorías tales como “la orilla del río a cruzar” o el “segundo semestre” de inicios de gestión. Es importante pensar qué tipo de país estamos proyectando si las condiciones nutricionales y de educabilidad de nuestros hijos son afectadas, así como plantearnos qué consensos estamos dispuestos a dar para evitar esta realidad tan dolorosa del subdesarrollo, siempre resultante de una combinación entre tendencias históricas, situaciones de contexto geopolítico (región dónde nos encontramos, alianzas y acuerdos más globales que suscribimos) pero también de políticas domésticas erradas o que repiten recetas ya fracasadas.

* Coordinadora Académica del Diploma de Postgrado de Desigualdades y Políticas Públicas de FLACSO, desigualdades@flacso.org.ar

——————————————————————————————————————————-Devaluación de promesas

Por Diego Born**

La promesa de pobreza cero fue quizás la muletilla más utilizada durante la campaña electoral de Cambiemos en 2015. Si bien nunca dejó de estar presente en los discursos de propios y ajenos, durante este año, al conocerse los datos de fines de 2018 en marzo y del primer semestre de 2019 más recientemente, este eslogan ha tomado un nuevo impulso, pero en modo boomerang, estrellándose en la frente de su propagador.

Tal como se mide actualmente en forma oficial en nuestro país, el porcentaje de población bajo la línea de la pobreza (unos 35 mil pesos para un hogar tipo del GBA en septiembre; este umbral se modifica de acuerdo con la composición del hogar y a la región) pasó de en torno al 25 por ciento en el segundo semestre de 2015 (valor similar al de fines de 2017) al 35,4 por ciento en la primera mitad de 2019, y seguirá subiendo en esta segunda parte del año. Si bien este dato se conocerá en marzo de 2020, aún en el escenario más optimista no quedaría por debajo de 37 o 38 por ciento, en uno moderado alcanzaría cerca del 40 por ciento, y en uno pesimista, mejor ni imaginarlo. Traspolando estos porcentajes al total de 45 millones de habitantes que hoy tiene nuestro país (la medición oficial solo se realiza en las grandes ciudades, donde reside el 62 por ciento de la población), en solo cuatro años pasaremos de unos 11 millones a entre 17 y 18 millones de personas pobres.

Apenas asumió, el gobierno de Macri reperfiló la meta, pasando de la promesa de pobreza cero a la de reducción persistente de la pobreza, pidiendo que esa sea la vara con la que se evalué su gestión. Cuando a partir de 2018, con el principio del fin del modelo económico de Cambiemos, resultó evidente que la pobreza por ingresos empezaría a aumentar, comenzaron las referencias a la pobreza estructural, que debía ser medida de forma multidimensional para dar cuenta de todo lo hecho por el gobierno en materia de infraestructura social. Si bien no existe un indicador oficial de esta naturaleza, el propio Indec publica una serie de “Indicadores de condiciones de vida de los hogares” que muestran que entre 2016 y fines de 2018 (últimos datos disponibles) no hubo ningún salto cualitativo en vivienda o servicios básicos (agua de red, gas, cloacas); lógicamente, el prácticamente congelamiento de la obra pública desde mediados de 2018 en aras de la reducción del déficit fiscal acordada con el FMI, no amerita a suponer que entre ese momento y el actual sí hubo un cambio drástico.

Al ser evidente lo lejano que quedaba ya no la meta de pobreza cero sino incluso la de su reducción, y al desmentir las propias estadísticas oficiales una supuesta mejora sustancial en la pobreza estructural, las últimas declaraciones públicas de los funcionarios del gobierno se limitan a exaltar que, al menos, “ahora sabemos cuánto es, no la ocultamos”.

Paradójicamente, la herencia de este gobierno en materia de pobreza nos retrotraerá en un doble sentido al año 2006. Por un lado, volvemos a contar con un indicador creíble, como hasta antes de la intervención del Indec iniciada en 2007 (probablemente uno de los mayores errores del kirchnerismo, sino el mayor, tanto por su costo político como económico). Por otro lado, luego de un periodo de fuerte descenso, en el que la tasa de pobreza pasó de arañar 70 por ciento a inicios de 2003 a caer a cerca del 25 por ciento en 2012-2013 (desde allí hasta la primera mitad de 2018, osciló entre 25 y 30 por ciento, con picos tras las devaluaciones de 2014 y 2016), la segunda parte de 2019 mostrará un nivel algo menor o cercano al 40 por ciento, que fue, precisamente, la tasa de pobreza del segundo semestre de 2006.

Este aumento de la tasa de pobreza refleja la pérdida de poder adquisitivo que globalmente han sufrido los trabajadores (el salario real del sector privado formal, el segmento más protegido, perdió alrededor de 20 por ciento) y de la pérdida cada vez más acelerada de empleos (la relación entre empleo privado formal y población cayó casi 6 por ciento desde fines de 2015 y la tasa de desocupación llegó a niveles inéditos en más de una década).

Pero en este escenario de crisis no todos han perdido. De acuerdo con datos del Indec, la participación de los asalariados (formales e informales, privados y estatales) en el ingreso nacional, descendió 6 puntos entre los primeros trimestres de 2016 (primer dato disponible en la nueva serie) y de 2019 (del 54,2 al 48,3 por ciento), lo que da cuenta de la feroz transferencia desde el trabajo al capital durante estos años.

**Especialista en indicadores sociales.

Fuente: Página 12