El golpe de la recesión: hábitos y consumos a los que la clase media renuncia por la fuerza

La inflación obliga a la clase media a privarse hasta de lo más pequeño, de los gustos cotidianos. Desde el café hasta el taxi, se ajusta lo que se puede

La inflación obliga a la clase media a privarse hasta de lo más pequeño, de los gustos cotidianos. Desde el café hasta el taxi, se ajusta lo que se puede

Los precios suben y los salarios no alcanzan. Las formas de consumir cambian por la fuerza y algunas directamente cesan. Ante una cotidianidad que no le da tregua al bolsillo, la clase media ya comenzó a hacer malabares para lograr llegar a fin de mes. Se compra menos, se elige distinto y hasta los usos del tiempo libre se transforman. En los testimonios de la gente se vislumbra la pesadumbre y el disgusto.

Productos de marcas más baratas y en menos cantidades es la principal medida que se adopta. Pero también muchos dicen chau a los planes nocturnos, las comidas son a la canasta, se persiguen promociones y descuentos, adiós a los taxis y a veces hasta al colectivo, con la bicicleta como opción. Varones que renuncian al champú, clientes que ya no compran manteca o ni qué decir quesos. Grupos de amigas que descartan, para cumpleaños, la costumbre de hacerse regalos. Estas son algunas de las declaraciones que se repiten y muestran que llegar a fin de mes requiere de un ajuste hasta en las cosas más cotidianas. Algo es claro: forzada por el delirio de precios que suben a lo loco e ingresos que se estancan, la clase media renuncia a la fuerza a hábitos que eran parte de la vida regular y que hoy le son inaccesibles.

Ernesto tiene 56 años, trabaja en una empresa periodística desde hace 25 años, es divorciado y tiene dos hijas. Se formó el hábito desde que recuerda de ir al bar a tomar un café doble con una medialuna para leer. Una rutina que forma parte de su personalidad. Hace más de un mes las cosas cambiaron, espera que por no mucho tiempo. “Directamente no puedo afrontar el gasto. Depende lo que dure el mes son entre 25 mil y 30 mil pesos. No me lo puedo permitir”, dice con amargura. “Con la mamá de mis hijas decidimos que la mayor parte de nuestros ingresos van a ser para la educación de las nenas. Pagar el colegio, inglés y el club más los gastos de comida se lleva todo. Ya no me compro un libro. Por lo menos tengo casa propia”.

“Ya no vuelvo tanto a mi pueblo, el pasaje pasó de 4.900 a 12.000 pesos, es mucho. Eso implica que veo menos a mi familia, a mis amigos, a mis perros, es muy triste. Por otro lado, intento no comprar cosas que antes consumía todas las semanas, como crema de leche». Quien lo es dice Luca, un estudiante de la UNR oriundo de San Jerónimo Norte. Su caso deja entrever una realidad: son muchos los que provienen de otras localidades y vienen a Rosario a estudiar. Algunos postergan su año académico para más adelante, cuando el panorama mejore, otros con más suerte se ajustan en el día a día y dejan de consumir cosas pequeñas que hacían a la cotidianeidad pero que, a fin de mes, representan una suma importante. Eugenia dice algo parecido: es de Victoria, el pasaje para volver los fines de semana le sale 7 mil pesos. Comer con los padres y estar el lunes supone, entonces, unos 14 mil.

“No salgo a comer con mi novia, no me compro ropa y ya casi no juego al fútbol 5 con los pibes, antes lo hacía todas las semanas. Compro la comida con tarjeta de crédito en Empleados de Comercio para controlar lo que gasto y pateo el gasto un mes para adelante”, cuenta Franco, estudiante y trabajador en un local de ropa.

Con respecto al tiempo libre, el ocio y las salidas nocturnas hay una coincidencia, tanto de varones como mujeres, a la hora de afirmar que los fines de semana se pasan adentro o, a lo sumo, se va a la casa de alguien, al parque o algún espacio público a tomar algo. Se intentan evitar los lugares que cobran entradas, las latas de cervezas a precios demasiado altos, y si los espectáculos son a la gorra, mejor. Al encuentro se llega ya comido o, en su defecto, con un tupper para aportar a la canasta comunitaria. ¿Taxis? Se evitan. El último aumento de la tarifa fue hace un mes, con una bajada de bandera a 1.176 pesos los viernes y sábados a la noche. Quienes se trasladan los fines de semanas, caminan o andan en bici o, a lo sumo, eligen el transporte público.

Carla es docente en el Superior de Comercio y tiene una hija de un año y medio. Para ella, la organización y la rigurosidad son fundamentales para combatir el aumento de los precios que, de todos modos, termina siendo una tarea desgastante. Ya no piden comida, ni se merienda ni desayuna afuera. Se cocina mucho y se freeza en cantidades. “Compramos, cocinamos y freezamos un montón. No comemos lo que tenemos ganas sino lo que está más barato y lo que es de estación. Pañales compro cuando hay promoción bancaria y lo hago en cantidad para tener para rato. Pero ropa y juguetes ya no consumo, uso lo que me han donado”. Quienes son padres, se ajustan para brindarle lo mejor a sus hijos. Sin embargo, a veces, hasta los chicos sufren las consecuencias del aumento de los precios. «Le tuve que explicar a Sarita que no podíamos ir a Sacoa como ella quería, que es muy caro y los juegos duran muy poco. Es una nena de cuatro años y tuvo que entender eso», comenta Andrés, trabajador de prensa.

Lucía es psicóloga y relata, preocupada, que ella y sus colegas empiezan a ver una caída en la cantidad de pacientes. «Muchos dejan o te piden hacer el encuentro cada quince días y no una vez por semana. Yo misma le voy a proponer eso a mi psicóloga porque si no, se me va muchísimo. Con colegas vemos que la demanda bajó mucho en comparación con años anteriores. Es caro, y si no alcanza para comer, menos para la salud mental». En este sentido, el Colegio de Psicólogos de Rosario establece, hasta el día de hoy, 8.000 pesos el honorario referencial particular. Por supuesto, muchos atienden por obra social que, sin embargo, son un punto de conflicto importante. Son varios los que dejan las obras sociales y prepagas que venían teniendo por otras más baratas para poder afrontar los gastos.

Valentina es celíaca desde hace más de diez años. Fue difícil adecuar sus hábitos alimenticios y entrar a un mundo donde el cuidado es la única herramienta para sentirse bien. Comer sin harinas implica no comer en ningún lado excepto aquellos espacios que específicamente muestran el logo de las espigas tachadas. Históricamente los precios de los productos para los celíacos fueron altos, ahora resultan imposibles pero, lamentablemente, ineludibles. «Tengo la «suerte» de tener otras amigas celíacas y hacemos compras comunitarias tratando de conseguir los mejores precios. Es todo un problema, porque no se pueden consumir cosas sueltas y lo envasado es más caro. Pero es obligatorio para nosotras comprarlo, es nuestra salud. Por eso tenemos que recortar por otro lado como, por ejemplo, las actividades que una hace o las salidas. Compramos en distribuidoras de Buenos Aires también porque es más barato».

En el grupo de amigos de Amanda, de 25 años y empleada, hay una rutina interrumpida: la de hacerse regalos en los cumpleaños. «Se terminó, se entiende a la fuerza, nos juntamos a festejar en un bar. Pero en vez de dar un libro o lo que sea al que cumple, el regalo es estar ahí y que cada cual se pague lo que vaya a tomar. En el futuro veremos, ahora es así», expone.

Mucha organización y búsqueda constante para conseguir el mejor precio, la oferta justa, la promoción del día. Al mismo tiempo, el encuentro con otros se hace necesario e ineludible para repartir gastos. Las calles se patean, los gustitos se restringen. La salud, si no es urgente, se pone en un segundo plano. El entretenimiento disminuye, cambia sus formas y, de pronto, pagar una entrada es un lujo para pocos.

Fuente; La Capital