El modelo negro de Javier Milei

La nube de mitos que vende el presidente, y en la que probablemente reside con sinceridad, incluye bolazos astronómicos como que Argentina fue una vez la primera potencia mundial y que puede volver a ser un faro para Occidente.

La nube de mitos que vende el presidente, y en la que probablemente reside con sinceridad, incluye bolazos astronómicos como que Argentina fue una vez la primera potencia mundial y que puede volver a ser un faro para Occidente. Esta última, además de afanada de la retórica republicana norteamericana, pifia por el verbo: no se puede volver a ser lo que nunca se fue. Cuando se le pide un ejemplo de éxito, potencia o faro, Javier Milei no se anima a citar a Estados Unidos o Alemania, ni siquiera a Canadá o Australia, y se queda con la pequeña Irlanda. Pero cuando uno ve el repertorio de medidas urgentes que su gobierno quiere, se deduce que el modelo no es la isla esmeralda. La Argentina que sueña es en realidad una mezcla entre Sudáfrica y Brasil.

Sudáfrica siempre fue y sigue siendo un modelo de estabilidad monetaria y financiera, algo que no cambió desde que era un dominio británico, pasando por la independencia, el apartheid y la democracia racial y social. En 1994, cuando asumió Nelson Mandela, el miedo de clase media había «arruinado» el rand y lo había devaluado de los tradicionales 7 rands por dólar a un cambio de 10. Resultó que, en lo económico, nada cambió y el rand se revalorizó. A treinta años de ese evento histórico, el rand acaba de arañar los 19 por dólar…

Cuando se dice que en lo económico nada cambió, se hace referencia a un elemento crucial de la negociación de una nueva constitución y una democracia multirracial. Los blancos entregaban todo, menos la economía. Ni reforma agraria, ni socialismo, ni ley antimonopolios, ni tarifas sociales, ni expropiaciones. Mandela tuvo que imponerse al ala izquierda del partido y al aliado comunista, debilitado por el asesinato del gran Chris Hani, para que se tragaran el sapo. Todo cambió en Sudáfrica, menos el poder económico. Y estas tres décadas demuestran que el nuevo régimen heredó la obsesión por el déficit cero del anterior.

El indicador más fácil de entender es la desocupación. Tradicionalmente, Sudáfrica tenía pleno empleo y muy buenos ingresos para los blancos, y altísimo desempleo y bajos salarios para los negros. Hoy, el cáculo privado más aceptado dice que el 43 por ciento de los sudafricanos no tiene empleo y la tasa oficial es de «apenas» el 31 por ciento, o casi 17 millones de personas sin trabajo fijo y alguna changa. La gran promesa de cambio en 1994 era trabajo para todos y salir de la pobreza…

Quienes tienen trabajo no tienen nada garantizado, porque desde 2007 el ingreso real va bajando y se calcula que, con suerte, la baja se frena en 2025. Esto no es muy creído por allá, ya que el año que acaba de pasar mostró una baja del salario real del 6,8 por ciento. ¿La explicación? Pese a la enorme cautela financiera del Estado, la inflación fue del 6 por ciento, con lo que hacer la cuenta es fácil: nadie recibió un mango de aumento. En Sudáfrica no hay paritarias, no hay cláusulas gatillo, hay pocos sindicatos poderosos.

Con lo que no extraña que la mitad de los sudafricanos vivan bajo la línea de pobreza y la quinta parte tenga problemas graves de alimentación. Los servicios públicos son privados y blandamente regulados en inversiones y tarifas, con la compañía de luz tan atrasada que desde hace veinte años acostumbró a todo el mundo a los cortes programados cada verano. El transporte es escaso y a precio de mercado, casi sin intervención oficial.

Quien tema que la República termine alimentando vagos, que no se preocupe porque la ayuda social no pasa de 350 rands mensuales, algo más de veinte dólares. Nada que registre en un país donde, según el World Inequality Lab, el diez por ciento más rico se queda con dos tercios del ingreso nacional y posee el 86 por ciento de… de todo.

La pirámide salarial sudafricana es peculiar. Un ingeniero gana en promedio 175 dólares mensuales, y una vendedora de boutique paqueta anda en cien o algo más. El servicio doméstico puede arañar los cien dólares mensuales, pero cama adentro y con jornada del lunes de madrugada al sábado al mediodía, sin derecho a visitas ni noche libre, como en tiempos de Apartheid. Para entender esto, los precios de supermercado son similiares a los nuestros, los alquileres son el doble. Es que tampoco hay una ley de alquileres…

Con lo que uno tiene una sociedad muy bien dividida entre los que tienen -empresarios, industriales, productores agrarios grandes, profesionales independientes exitosos, comerciantes- y los que viven como peones. Esto se nota en la disciplina social, el tono obsequioso con se le habla al bien vestido y bien comido, al que hay que llamar «baas», la vieja etiqueta en afrikaans que quiere decir «patrón». Pero también se nota en la explosiva violencia en una sociedad donde te pegan dos tiros para robarte el coche, en lugar de robártelo y listo, y donde se ven casas con tanto alambre de navaja -no de púas, que no convence a nadie- y tanta electrificación que parecen pequeñas cárceles de alta seguridad.

En esas casas viven los que tienen, que ahora sí son democráticamente de todos los colores. El Apartheid de hoy es por el bolsillo y el Estado, hasta uno progresista como el que dejó Mandela, no puede hacer mucho con tan pocos recursos, con el corset liberal tan ajustado. Hay más agua corriente y más vivienda social en los townships, hay más escuelas y más salud para los pobres, pero no hay soluciones.

Con los números en la mano, a Sudáfrica le va muy bien. A los sudafricanos no les va nada bien.

Con los preparativos para los treinta años de las elecciones libres, el periodista económico Duma Gqubula escribió que «no podemos seguir así, pero las dos instituciones centrales de la economía no se preocupan por el desempleo, la pobreza o la desigualdad. A Hacienda sólo le interesa la deuda, al Banco Central la inflación». Y lo de la deuda es casi una prolijidad, porque no llega ni a la mitad del PIB formal, lo que en la realidad de este mundo es muy manejable.

En este panorama no complica imaginar las condiciones de trabajo. Las vacaciones son para la clase media y a la norteamericana, alguno que otro día. Al de las changas, al mensú, al que corre las cajas en el negocio mejor que no se le enferme un hijo. Y al que levante la cabeza, en general los mineros, se la baja la bravísima policía local, que no necesita protocolos especiales para saber para dónde tirar.

Lo que ocurre allá en el campo profundo es lo que siempre ocurrió y se puede ver apenas saliendo de las rutas principales. Uno verá amplias granjas con hectáreas de tabaco o granos, galpones y silos, molinos de agua como los nuestros, eucaliptos por todos lados y un casco a la inglesa o la holandesa. Y en algún rincón una suerte de aldea donde viven los peones y sus familias, modesta de casitas de un ambiente. Con suerte hay luz, con suerte hay una escuela a algún kilómetro.

Brasil es, por supuesto, incomparablemente más complejo, grande y rico que Sudáfrica, pero es todavía más negro: sólo Nigeria, el país más poblado de Africa, tiene más personas que se autodefinen como negras. El domingo pasado fue por allá el Día Nacional del Combate al Trabajo Esclavo, un problema histórico que hasta le valió al Brasil que la Corte Interamericana de Derechos Humanos lo clasificara como crimen de lesa humanidad, imprescriptible.

Los tribunales del trabajo y la policía tienen unidades especializadas, que durmieron el sueño de los justos durante el bolsonarismo y se despertaron con la vuelta de Lula. El año pasado, esos policías rescataron a 3.190 personas en situación de esclavitud, un record. Las consecuencias, gracias a la fragmentación y derechización del Congreso, son pocas: multas que no cambian la ecuación económica de tener esclavos, rarísimas prisiones efectivas. Con suerte, el rescatado recibe una pequeña indemnización después de un proceso tan largo que parece argentino.

La princesa Isabel de Braganza abolió la esclavitud en 1888. Milei diría que ahí se jodió Brasil y se empezó a hacer socialista.

Por Sergio Kiernan

Fuente: Página 12