Historias detrás de las cacerolas

Damián salió a la calle el 20 de diciembre apenas escuchó la cadena nacional del Presidente. Luciana salió esa noche con el recuerdo de 2001, cuando recién terminaba el secundario y sus padres quedaban atrapados en el corralito. "Hoy están los dos jubilados y tuvieron que dejar las prepagas por los aumentos", dice.

Damián salió a la calle el 20 de diciembre apenas escuchó la cadena nacional del Presidente. Luciana salió esa noche con el recuerdo de 2001, cuando recién terminaba el secundario y sus padres quedaban atrapados en el corralito. «Hoy están los dos jubilados y tuvieron que dejar las prepagas por los aumentos», dice.

El discurso por cadena nacional de Javier Milei en el que anunció la modificación de más de 300 artículos a través del decreto 70/2023 precipitó el rechazo generalizado de buena parte de la sociedad. Desde el 20 de diciembre -fecha que recuerda el ocaso del gobierno de La Alianza-, en todo el país se han multiplicado las asambleas barriales y las manifestaciones diarias. Vecinos y vecinas sin banderas partidarias salen a la calle a organizarse, a poner el cuerpo frente a lo que interpretan como un retroceso en los derechos adquiridos, un golpe al bolsillo, un avasallamiento de las instituciones de la democracia. En un clima de tensión creciente frente a un Gobierno que desoye el clamor popular, caceroleros cuentan qué los motivó a expresarse, en qué medida les impactan las nuevas medidas de ajuste y desregulación y trazan un paralelismo con diciembre del 2001.

«Nosotros salimos de forma espontánea cuando Milei anunció el DNU», cuenta Damián. «Después nos enteramos por gente del barrio que se empezaban a juntar en Los Incas y Triunvirato, vino gente de otros barrios cercanos y se iban sumando a medida que marchábamos. Fue muy emocionante». Damián recuerda los momentos iniciales de los cacerolazos y aquella primera movilización al Congreso, adonde llegó con su compañera cerca de las 2 de la mañana. Como muchos de los que salieron esa noche y los días posteriores, sintieron que a partir del decreto «cambiaron las reglas del juego de toda la economía, el país tiene un cartel de venta y los laburantes no ganamos en ninguna medida».

Luciana salió con su cacerola al balcón, pero se enteró por grupos de Whatsapp del barrio que había concentraciones en Chacarita y decidió sumarse. A diferencia de lo que pasó los días posteriores, sólo había un móvil policial a unos metros de la manifestación. Recuerda el 2001 como un proceso más largo, desde la óptica de una recién egresada del Colegio Nacional Buenos Aires a punto de entrar a la carrera de Diseño Industrial de la UBA, con sus padres afectados por el corralito. «Hoy están los dos jubilados y tuvieron que dejar la prepaga por los aumentos», afirma y piensa que «hay un clima de caos social que recién empieza y puede empeorar a medida que la gente salga y las fuerzas repriman las protestas. La clase media puede resistir un poco más, pero las subas desmedidas de precios y la falta de seguridad bancaria nos pega directamente».

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La marcha a Congreso del 20 de diciembre fue el punto de partida para el retorno de expresiones populares que remiten de alguna manera a épocas de crisis profundas. Las asambleas se multiplicaron en cada barrio de la Ciudad de Buenos Aires y en muchas localidades del conurbano y las provincias. En Parque Rivadavia se conformó una «asamblea de asambleas» que se reúne periódicamente y donde participan representantes de distintos lugares. La diversidad de voces da cuenta, a su vez, de lo heterogéneo de los reclamos que siguieron al DNU. «Además de la derogación de la ley de alquileres, la flexibilización laboral y otras cuestiones económicas, el decreto habilita la venta de los recursos naturales, y de eso no se habla tanto. De las crisis económicas suele haber retorno, pero del desastre en materia ambiental no», advierte Julieta desde la asamblea.

«Es difícil agrupar a los caceroleros porque no existe una identidad ‘cacerolera’ de la misma manera que existe una identidad ‘piquetera’ o ‘sindical’. La gente suele cacerolear por razones relativamente contingentes durante cierto tiempo, pero dicha participación no genera lazos estables que lleven a la existencia de un movimiento social u organización clara», señala Tomás Gold, magíster en Ciencia política de la UNSAM y estudiante doctoral en sociología de la Universidad de Notre Dame de Estados Unidos. Autor de diversos estudios sobre el fenómeno, Gold asegura que los cacerolazos pueden distinguirse de otras formas de protesta tanto por el uso percusivo de elementos del ámbito doméstico en el espacio público como por el alto grado de espontaneidad. «La cacerola vacía remite simbólicamente a la falta de alimento en los hogares, a partir de las protestas populares en las décadas de los ‘70s y ‘80s, luego en el menemismo las clases medias urbanas comenzaron a asociar la caída en los ingresos familiares con la falta de atención de los representantes electos. De tal modo, los cacerolazos comenzaron a simbolizar también un modo de generar ‘ruido’ frente a la falta de escucha de la ciudadanía por parte de las élites políticas».

Estas características facilitan la participación de la ciudadanía en la protesta, ya que no requieren involucramiento organizacional ni una agenda compartida. Para Gold, «esto lleva a que muchas veces se construya una identidad negativa: se sabe contra qué o quién son los cacerolazos, pero no siempre a favor de qué o de quién». El académico cree que «se están registrando crecientes niveles de hartazgo con las élites político-partidarias, y están dadas las condiciones para que se desate una importante recesión económica. Dicha combinación tiene similitudes con la que se vivió en 2001, pero no creo que estemos todavía en condiciones de trazar un paralelo entre ambas. Por ahora, las manifestaciones han sido más en rechazo de Milei y sus primeras medidas que en rechazo a la clase política en su totalidad».

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Como parte del plan de lucha, en las asambleas barriales acordaron realizar ruidazos todos los miércoles en diferentes esquinas y plazas, hasta que caiga el DNU. La concentración semanal frente al Congreso, por su parte, funciona como punto de encuentro para manifestantes de otras ciudades. Tal es el caso de de Roberto y Liliana, que llegaron con su hija Martina desde Villa del Totoral, un pueblo del norte de Córdoba, por unos días. «Vimos un flyer con un número de teléfono y decidimos participar. Queremos que la nena aprenda a defender sus derechos», sostienen. En un pueblo chico, donde Milei ganó con el 75 por ciento de los votos, las manifestaciones aún son escasas. «Espero que la gente se dé cuenta. Esto ya lo vivimos», dicen. Él complementa la jubilación mínima con trabajos particulares en sistemas, ella es docente y recuerda: «En 2001 trabajaba en barrios marginales de Córdoba y no me alcanzaba para nada. Salimos de la pensión con botellas y palos, fue una catarsis contra todo lo que estaba pasando. En esa época mi provincia reaccionaba».

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«Los viejos nos empezamos a amuchar a partir de nuestros dolores», dice Maritza, quien participó de la concentración que agrupaciones de adultos mayores realizaron frente al Congreso hace pocos días. En este contexto de incertidumbre dice que siente «miedo, desazón y bronca» por la suba en los precios de los medicamentos, las verduras, la luz que impactan directamente en su bolsillo. «No me merezco morir enferma en un rincón», sostiene.

Maritza tiene 72 años y cobra la jubilación mínima. Recuerda con angustia el gobierno de Carlos Menem, cuando el aluvión de privatizaciones dio carta blanca a las empresas concesionarias para ejercer presión sobre los trabajadores. «Tomé el retiro voluntario en medio del apriete. No me daban trabajo, me desmantelaron la oficina y quedé con un escritorio en el medio de la nada». Licenciada en Ciencias de la Educación y sin posibilidades de reinserción en el mercado laboral, puso una residencia universitaria tras el retiro. Pero el 2001 pegó de lleno en una actividad que se nutría de estudiantes de las provincias que dejaron de llegar. «Entré en una situación de desasosiego, recurrí varias veces al club del trueque para llegar a fin de mes», recuerda. En ese entonces, como ahora, salió a manifestarse al escuchar la cadena nacional del Presidente. Aunque esta vez, 22 años después, el tiempo se impone sobre la voluntad. «Tengo medio riñon, soy diabética tipo 2, tengo eficema y respiro con dificultad. No puedo estar en todas las marchas porque me cuesta movilizarme». Sin embargo, estuvo en el Congreso este 20 de diciembre para expresar su rechazo al DNU de Milei, y sigue en la calle porque «tengo una hija y nietos que quiero que puedan estudiar en la universidad pública».

Fuente: Página 12