La macrieconomía
Como en muchas otras etapas de su vida económica, la Argentina no tiene buenas macro ni microeconomías, pero luce una espléndida macrieconomía.
05/01/2017 OPINIÓNComo en muchas otras etapas de su vida económica, la Argentina no tiene buenas macro ni microeconomías, pero luce una espléndida macrieconomía. Dicen que la macro no funciona porque no tuvimos la suerte que tuvo Isabel I de Inglaterra, cuando con un estado casi quebrado recibió, según Keynes, una herencia fabulosa, la que le proporcionó el corsario (o pirata real) Sir Francis Drake en 1580 al apoderarse en su Golden Hind del fabuloso botín que representaba el atraco de cuantiosos tesoros de navíos españoles que venían de América. La reina, una importante accionaria en el sindicato que había financiado esa expedición, devolvió la totalidad de la deuda externa británica de entonces al más puro estilo kirchnerista; equilibró su presupuesto, que es lo que pretende Macri; y todavía dispuso de un beneficio de 40 mil libras esterlinas que colocó en distintas compañías como la del Levante o creando otras como la Compañía de Indias Orientales. Según Keynes fueron los beneficios realizados por estas grandes empresas los que sirvieron de base a todas las inversiones británicas en el exterior de allí en adelante. De modo tal, calculó el gran economista, que el crecimiento de ese capital de 40 mil libras a una tasa del 3,25 por ciento de interés anual compuesto, le proporcionó a las pobres islas británicas la base necesaria para transformarlas en un imperio, con 4 mil millones de libras colocadas en el exterior en 1930. Es decir que cada libra esterlina obtenida por Drake en 1580 representaban entonces 100 mil libras. Esto fueron los milagros del capitalismo que los derrochones españoles, de quienes descienden nuestros países no supieron aprovechar. Los fugaron rápidamente a Europa descontados los robos ingleses (aun sobraba mucho oro de las Américas) y terminaron gastándolos sobre todo en la pujante Inglaterra, que con esa herencia financió su revolución industrial.
Vaya historia. En nuestro caso los sucesivos gobiernos (y el actual lo proclama) recibieron una herencia económica negativa, incluso el de Néstor Kirchner, pero con las políticas neoliberales los indicadores macro no funcionan desde hace un año, se incrementó de nuevo la deuda externa, como para parecerse más a los países poderosos que nos superaban en eso, cayó el PIB y los índices inflacionarios subieron, así como la desocupación y la pobreza. El consumo se achicó y la demanda interna dejó de ser el motor que era pero, extrañamente, en una economía que volvió a liberar todos sus controles, la inversiones en vez de crecer decrecieron. Ni que hablar de la microeconomía con miles de empresas quebradas, mientras que las corporaciones que ahora son gobierno no han conseguido enderezar por si mismas su propia situación financiera y productiva. En cambio, como una herencia de nuestro antiguo imperio colonial, las grandes ganancias existieron vía la redistribución de tributos a esas multinacionales, a la agroexportación y a otros intereses y rápidamente se trasladaron al exterior, a los paraísos caribeños, panameños o europeos o a las filiales corporativas externas (sin necesidad de ir tan lejos, se les podría pedir a los amigos británicos hacer un nuevo Hong Kong en las islas Malvinas).
De modo que por la herencia de redistribución y derroche recibida en el 2016, pasaremos un 2017 de ajuste supervisado por el FMI. Entonces volvemos a recuerdos recientes muy desapacibles. Es cierto que no todo fue negativo, tuvimos la suerte de librarnos de los fondos buitre, unos simples estafadores, para conseguir más deuda con otros estafadores y así en continuado siguiendo la pirámide de Ponzi. Eliminamos toda barrera comercial, que los demás no han hecho o tienen al menos los temidos subsidios, y nuestras exportaciones no crecen. Parece que los economistas neoliberales que manejaban nuestra economía, y ahora empiezan a ser despedidos, viajaban tanto en avión que llevaban siempre, aun en primera clase, antifaces negros que le impedían ver el sol para dormir mejor y no vieron la impresionante caída del comercio mundial a bordo de un país escasamente competitivo. Aun en lo que era lo suyo en otra época, antes de la soja (negocio chino), es decir el trigo y el maíz, la Argentina vuelve a revivir la pesadilla de rusos y ucranianos, de quienes aprendieron nuestros Bunge y Born, cuando un tal Alfredo Hirsch vino de Europa conociendo bien el negocio de los cereales de la Rusia imperial que entonces dominaba los mercados mundiales desde Odesa vía Alemania.
Esa ceguera de la historia hace que el mencionado ministro tenga que irse y el presidente mismo colgarse el cartel de primer economista, aunque en el pasado tuvimos otros ingenieros que hubieran querido ese doble rol. Pero no les fue posible. Además de morir, fueron deshonrados por hijas demasiado ambiciosas. Eso para no mencionar al patriarca de la convertibilidad que convenció a varios gobiernos en una solución que al comenzar el siglo produjo el mayor estallido económico social de nuestra historia, en el que se vio involucrado el que se va ahora.
En este juego de dados cargados que es el gran casino mundial en el cual nuestro país participa, ya se ha hecho el reparto y los dólares presentes y futuros ya se fugaron. Queda pues encargar a dos nuevos ministros de las tareas que antes hacía uno sólo, con la unción claro está, de nuestro propio pontífice. Pero estos no se pondrán máscaras. Conocen el juego de haberlo practicado en sus propios negocios: achicar gastos y tomar nuevas deudas, gastos que otros ahorrarán vía el desempleo y el subconsumo, y deudas que nuevas generaciones pagarán, comiendo menos los que siguen aquí o yéndose a otros países a trabajar los que no aguantan más (fuga de cerebros que le dicen).
La siesta de los primeros cien días, que se transformaron en un año y por qué no dos, terminó. Ahora el maestro cocinero deberá viajar menos y ponerse pronto el delantal, porque no huele limpia la cocina. La macricocina tiene grietas por todos lados como la macrieconomía.
Por Mario Rapoport *
* Profesor emérito de la Universidad de Buenos Aires.