¿Qué hay de nuevo, viejo?

Sensación extraña, y hasta contradictoria, la de escribir sobre lo siguiente mientras hay que calcular relación entre bomba recesiva y alcance de medidas protectoras del Gobierno, el virus creciente en villas y barriadas populares, el apriete de la deuda.

Sensación extraña, y hasta contradictoria, la de escribir sobre lo siguiente mientras hay que calcular relación entre bomba recesiva y alcance de medidas protectoras del Gobierno, el virus creciente en villas y barriadas populares, el apriete de la deuda.

Ocurre que el tema impuesto, lo de las cárceles, no puede evitarse y resistiría el calificativo de surrealista o símiles.

Sin embargo, a poco de que se lo mire con cierto desapasionamiento –es muy difícil– bien puede preguntarse qué es lo novedoso.

Haciendo un gran esfuerzo, podría proponerse como descubrimiento que una parte de la sociedad se manifieste ruidosamente en contra de un hecho que no existe.

Cantidad significativa de ciudadanos protesta y se hace escuchar en torno de una falsa noticia gigantesca, inaguantable, aparentemente reveladora de cierto telecomando mediático.

Algo así como el imperio corroborado de las fake news.

La secuencia consistió en unos medios y periodistas de la oposición completamente desencajados, que lideran, digamos, el espacio vacío de la institucionalidad partidaria. O, en tanto cabe poner en duda hace rato la subsistencia de los partidos como ámbitos de guía colectiva, el desierto de figuras con alcance masivo que enfrenten al Gobierno.

Específicamente, ¿quiénes, entonces, pueden tomar el lugar del gorilismo más berreta y cerril?

Obvio: esos medios y esos periodistas.

No hay nada de novedoso en la magnitud de la maniobra, que quizá pudiera equipararse a la montada cuando fantasearon el asesinato de Alberto Nisman.

Pero al menos había un episodio concreto del que tomarse para tejer teorías conspirativas. Había un muerto. Había sospechas “legitimadas” por un contexto propicio. Había que la imaginación paranoica tenía un algo, una suerte de cuerpo del delito, con que no tener límites.

Ahora no.

Ahora inventaron, desde la nada misma, que el Gobierno resolvió desatar un pandemónium de asesinos y violadores sueltos (genocidas y torturadores te los debo, en la consideración mediática).

Inventaron que es lo mismo liberación y prisión domiciliaria cuando, como si fuera poco, el registro de la segunda no llega ni al uno por ciento entre la superpoblación carcelaria bonaerense, que es la más grande del país.

Inventaron que el mundo funciona al revés cuando en Estados Unidos, Francia, España, Reino Unido, se producen excarcelaciones de a miles y miles porque la problemática es planetaria debido a que los penales son un foco contagioso que afecta recursos e insumos médicos imprescindibles para atender infectados generales. Y compromete a los guardiacárceles que, desde ya, también le importan un pito a los energúmenos mediáticos.

Inventaron y continuarán inventando porque la dirección es angustiar a la gente, tras un objetivo en que se articulan el sensacionalismo de llenar horas interminables de encierro pandémico con la necesidad de percudir al Gobierno en nombre del periodismo independiente.

Porque, vamos, este gobierno de Él y Ella (les) despierta un encono, una rabia de desclasados, que no sólo no pueden disimular sino que potencian a razón de, ahora, inventos a mansalva.

¿Ahora? ¿Sí? ¿Ahora?

¿Qué de distinto o diferente respecto del odio ancestral contra la negrada, del peronismo como hecho maldito del país burgués, del medio pelo colonizado, de los medios de prensa como campo de batalla?

El Gobierno podrá insistir en sus errores de cómo transmite.

Podrá haber caído en el yerro de correr de atrás a la agresión pornográfica de sus enemigos que se amparan en la ética impoluta (te atacan como partido político y se defienden con la libertad de prensa, decía el extrañable radical César Jaroslavsky).

Podrá pasar que, en ésta de las cárceles, comunicacionalmente durmieron Alberto y –sobre todísimo– quienes debieron anticiparse o poner la cara una vez sucedida la agresión de desgaste.

Podrá acontecer, o no, que el Presidente asuma eso de la comunicación –la comunicación, no lo informativo– como un recurso que no debe pasar solamente por él. Que necesita disponer de alfiles más agresivos, mejor preparados para cotejar contra las fieras, con mayor capacidad de toreo.

Todo lo que se quiera pero, finalmente, ese no es el núcleo de la cuestión. Eso es táctica. Necesaria, hasta fundamental, pero al cabo sólo táctica para algo más que saber defenderse.

Oh casualidad, la ofensiva po-lí-ti-ca opositora –no de unos ignorantes o trastornados mediáticos que apenas son vehículo– procede justo cuando debiera debatirse el impuesto extraordinario a patrimonios colosales, la forma en que el Estado reasumirá un papel activo en defensa de los más débiles, la salida intra y post-pandémica que no pase por confiar en “los mercados”, la discusión sobre quiénes estructuran los precios, el papel de la banca privada, el modo de plasmar la economía para que los productores lleguen de modo más directo a los consumidores.

En lugar de eso, el encarcelamiento es discutir sobre los presos peligrosísimos y liberados que casi nadie libera.

De algunos dictámenes excepcionales, de jueces que avivan el fuego, se traza una amenaza sistémica. No debería costar tanto darse cuenta de la trampa.

Pero la “gente”, apenas como hipótesis (y no toda la gente: sí la suficiente como para que los medios sabidos batan el parche), compra el peligro porque con algo hay que pasar lo dramático del aislamiento, en unos casos. Y en otros, los más, porque la necesidad es confirmar al enemigo de siempre.

¿Compra porque sí, “la gente”?

No: un alto porcentaje de nuestra sociedad, revelado en la historia, en todos los comicios y antecedentes que se hurguen, en la percepción cotidiana, es básicamente antiperonista.

La indignación es un fermento excelente. Nunca deja de haber arrebato, porque de lo contrario hablaríamos de conciencia de clase.

¿Qué vemos y escuchamos en los medios abrumadores, 24 x 7? Comunicadores sobresaltados, con música lúgubre de fondo, con señales de “alerta” para remitirse a cualquier pelotudez.

Es la excitación permanente pero, en lo simbólico-efectivo, no se equivocan nunca. Los únicos que la chingan, los únicos inútiles, los únicos que no saben qué hacer, los únicos que roban, son el gobierno de Albertítere y de la yegua.

¿Qué hay de nuevo, viejo?

El colega Martín Rodríguez, en su último artículo para LaPolíticaOnLine, provoca acerca del asunto unos conceptos recordatorios muy adecuados que ya están bien desde el título: “El Ruido y la Furia”.

Entre otras cosas que nos permitimos sintetizar, resalta que nada más antiguo que putear a un político mientras el nombre de un Paolo Rocca queda afuera de una conversación en la cola de un chino. Que en medio de este “Yendo de la cama al living”, obligatorio de muchas capas medias, un vaso de agua y un aplauso o cacerolazo a las nueve de la noche no se le niegan a nadie. Que todos hacemos ruido y todos queremos meter nuestro nombre en el muro de los lamentos de la época. Pero (…) “la época quizás nos pide que acompañemos a este Presidente (si lo votaste, si no lo votaste), que es quien debe hacernos cruzar el río. El Gobierno se podía preparar para una «corrida», para un «default», para un pico inflacionario, incluso. Y le tocó esto: una pandemia, una crisis global que se escribe todos los días. Así estamos. No queda otra que esto que pasa pero en manos de quien pasa: la política y el Estado”.

En vez de eso, algunos que van del cama al living creen que en efecto hay una horda de monstruos excarcelados porque se lo cuentan la radio, la tele y sólo después las redes.

Construyen que el drama es el Estado y “los políticos”, pero en simultáneo urgen que alguien los salve y nos se les ocurre que vaya a ser “el mercado”.

Son los mismos algunos de toda la vida. Algunos muchos. Nunca los todos. Si lo fueran, Macri hubiera vuelto ganado las elecciones nuevamente.

Terreno en disputa, para variar. Es una característica argentina desde el fondo de los tiempos, y bienvenida sea.

Si lo perdiéramos de vista, “nosotros”, que también somos “algunos”, sí que estaríamos perdidos.

Y no lo estamos.

Por Eduardo Aliverti

Fuente: Página 12