Tras los pasos del Che: cómo cruzar Los Andes (pero en bicicleta)
Un viaje de 64 kilómetros desde Puerto Pañuelo, a orillas del Nahuel Huapi, hasta quedar de cara al volcán Osorno, en Chile.
12/03/2023 TURISMOUn viaje de 64 kilómetros desde Puerto Pañuelo, a orillas del Nahuel Huapi, hasta quedar de cara al volcán Osorno, en Chile.
Desde la Patagonia Argentina y el Sur Chileno
De todas las formas posibles que había para cruzar a Chile, Ernesto Guevara y su amigo Alberto Granado eligieron en el verano de 1952 la que los obligaba a salir de Bariloche y navegar tres lagos distintos con su moto a cuestas hasta llegar al pueblo de Petrohué. Entonces no había setenta pasos fronterizos como ahora, y si bien imponía manejar sobre ripio, trepar la Cordillera de los Andes y montar y desmontar la moto en distintas barcazas, aquel era al mismo tiempo el camino más atractivo para hacer desde la Patagonia.
Guevara lo contó muy apasionantemente en sus Diarios de motocicleta. No así la película, cuyo guión le quitó volumen a una experiencia que fue breve pero, se supone, fundante: dos veinteañeros abandonan Argentina con dos bolsos y una moto maltrecha sobre caminos complejos, espejos de agua y la tupida selva valdiviana que abraza ese tramo de la cordillera. Todo sucedió en un mismo día y fue, además, el único cruce internacional que pudieron hacer con la moto antes de que se rompiera definitivamente.
El periplo inicia en Puerto Pañuelo, a orillas del Nahuel Huapi, y termina de cara al volcán Osorno, ya en Chile. En la bitácora del viaje que empezó a convertir a Ernesto en el Che, el flash es permanente: habla de las «aguas templadas» del Lago de Todos los Santos (aunque lo llama de su otra forma, Esmeralda) que «hacen agradable la tarea de tomar un baño», a diferencia de los gélidos de Argentina; y también del «imponente volcán» Tronador y de la sensación de que «ahora miraba el futuro, la estrecha faja chilena y lo que viera luego». Guevara tenía 23 años.
Más de 70 años después de aquel viaje, la infraestructura vial fue evolucionando a pasos agigantados. Aunque hoy sigue siendo tan difícil como entonces hacer el periplo conocido como Cruce de los Lagos Andinos, un camino que ya usaban distintos pueblos indígenas hasta que fue comercializado por un empresario argentino de origen suizo que descubrió la zona a principios del Siglo XX.
La derivación de ese kiosco turístico que hizo el privado antes del Estado es el denominado Cruce Andino, nombre bajo el que se vende un paquete de traslado con los tres tickets de navegación y los dos terrestres entre el puerto de llegada y el de salida. Todo a precio dólar, claro. Es eso, o pegar toda la vuelta y cruzar por el paso Cardenal Samoré, a la altura de Villa La Angostura, full asfalto, aunque el doble de extensión, largas colas en las aduanas de los dos países limítrofes y, principalmente, un entorno menos impactante.
El paso fronterizo se llama Pérez Rosales y puede atravesarse caminando. Literal: entre una aduana y otra hay 30 kilómetros de distancia y la línea divisoria de países –imaginaria en el medio de una montaña en una selva– solo se estima ante la presencia de un cartel de madera en el camino de ripio invadido por la vegetación. El tema es que, tanto para llegar ahí como para salir, es menester un traslado que articule tierra con agua: la cama más cerca del lado argentino está a dos lagos de distancia, mientras que la del lado chileno al otro lado de la cordillera.
La única alternativa entre la guevariana y la all inclusive termina siendo la bicicleta, único medio que ofrece un poco de épica a un cruce que no tendría más gracia que la de la foto si se completara en micros (lo cual, de todos modos, no sería poco).
En todo caso, siempre habrá que rentar la conexión con las embarcaciones que van a atravesar el brazo Blest del Nahuel Huapi y luego los lagos Frías y Todos los Santos, éste último ya en Chile. Solo que la bici ofrece unir todos esos puertos en dos ruedas: los 20 kilómetros desde el centro de Bariloche hasta Pañuelo, 4 entre Blest y el lago Frías y alrededor de 40 para la arremetida del cruce cordillerano propiamente dicho a Peulla, punto de partido del último barco. Luego, claro, cada cuál decidirá hasta dónde seguirla.
El Che fue hasta Caracas, aunque tampoco hace falta tanto. Lo normal es seguir por la zona, rodear los pueblos y volcanes a orillas del Llanquihue (el segundo lago más grande de Chile) y hasta quizás estirarse a Puerto Montt en una coronación final de cara al Pacífico, algo que Guevara y Granado no hicieron porque decidieron que era hora de dejar el sur (esa noche terminaron en Osorno, 100 kilómetros al norte del último desembarco en el Puerto de Petrohué).
En todos los casos, la salida es de Puerto Pañuelo, en el kilómetro final de la extenuante avenida Bustillo, sobre la península Llao Llao. El entrevero con clientes de cruceros y tours vuelve medio farragoso el trámite portuario: Pañuelo es un punto caliente de concentración turística (salen barcos hacia otros lados del Nahuel Huapi) y cargar la bici a la embarcación requiere de paciencia entre el gentío y la obligación de desatar todo tipo de objeto amarrado al rodado, desde el equipaje hasta un inflador.
El primer viaje sobre agua implica una hora de navegación por el brazo Blest del Nahuel Huapi hasta un lugar que el Che, en su diario, señaló «llamado pomposamente Puerto Blest», casi en burla. En ese entonces el turismo recién estaba popularizándose en Argentina, no era algo que generara oferta ni demanda, pero años después la industria se sofisticó y hoy Puerto Blest es un lugar relativamente coqueto: tiene un solo hotel que el día que cayó este cronista estaba cerrado. «Lo va a ocupar la familia del que lo maneja», explicó alguien que trabajaba en el lugar compartido con una especie de bar-confitería.
El ripio comienza camino al segundo barco: 4 kilómetros amables de pendientes suaves desde Blest hacia Puerto Alegre, orilla del lago Frías. Nuevamente el ritual de desatar los bártulos de la bici antes de subirla para un viaje breve, de media hora hasta desembarcar en Puerto Frías, donde verdaderamente comienza la aventura mientras se va asomando el cerro Tronador, primero de los volcanes de compañía.
La aduana argentina espera para un trámite ágil. Eventualmente pueden pedir la factura de compra de la bici, algo común en este tipo de papeleos y que, por cierto, nunca está de más tener a mano. A pocos metros de la oficina luce el único registro en todo el camino del cruce que hicieron Guevara y Granado en 1952: una réplica de la Norton 300, algunas imágenes (la mayoría de la película) y un mapa del recorrido desde San Francisco, Córdoba, hasta Caracas, donde se despiden hasta la próxima.
Lo que sigue es una trepada intensa de 4 kilómetros en pendiente exigente. Depende el momento del año, puede estar acompañada de lluvias o de un soporífero calor, y en ninguno de los casos hay que tener vergüenza en soltar la bici y llevarla a tiro. Señores: bienvenidos a la selva valdiviana. Al término de ese tramo difícil pero breve vendrá de premio un descenso que hay que hacer con cuidado: el ripio chileno es distinto al argentino, y por cierto mucho más incómodo para cualquier tipo de rueda.
La segunda mitad del camino a Peulla es más plana y previsible, y comienza en un lugar que está igual a cuando Guevara lo conoció y se deslumbró: Casa Pangue. En una curva de la ruta 225 conviven un puesto de carabineros con la orilla del río Peulla, que abre en agua de deshielo un valle directo al Tronador. «El mirador permite atacar un lindo panorama del suelo chileno», escribió Ernesto entre los destacados del cruce.
Peulla es un pueblo chiquito: no más de 150 habitantes, dos hoteles y un bar en cuatro cuadras. Después de un trajín intenso y sin pausa, el cuerpo comienza a pedir un poco de esparcimiento y contemplación. El Cruce Andino exige mucha premura y papeleo: subirse al barco, bajarse del barco, subirse al micro, bajarse del micro, hacer cola para el otro barco… y así, con todas las cosas encima, que van desde el bolso hasta la bici.
Lo primero que se ve del pueblito es el puesto de aduana chileno. Casi como una señal: no te olvides de hacer los trámites migratorios, indispensables sobre todo para volver a entrar a Argentina. Que las puertas estén abiertas y no haya nadie no es problema, en cualquier momento el administrativo volverá y saldremos de ahí con los papeles en regla. Son los bretes de ir por tu cuenta, fuera del bus y en los tiempos que tu pila te permita.
En todo caso, esa demora servirá de excusa para ir al puerto al otro día y llorar un poco la carta: normalmente los portuarios nunca se ortiban con una bici y permiten que te tomes el último barco de los tres un día después de lo que dice el boleto. Y eso hasta habilita un chapuzón en las aguas templadas y esmeralda del Lago de Todos los Santos antes de atravesarlo durante dos horas.
El cruce náutico final deposita en el puerto de Petrohué, al otro extremo del lago, y una rápida salida a la ruta 225 en una versión asfaltada y con bicisenda en la banquina. Al instante se abre en el horizonte el volcán Osorno, principal compañero de la travesía. El mapa, a partir de entonces, vuelve a abrirse: la llegada al último tramo en barco implica el inicio de un nuevo camino.